Andrés se metió en el corazón y en las tripas de un monje cartujano. Se entregó a las piedras del antiguo solar de rezos. Se identificó con la ascética del comportamiento monacal. Y vivió una experiencia repetida y única. Vivida cada vez que se sube a un escenario y siempre diferente. Hubo genialidad y sobre todo autenticidad. Arte y sinceridad. Ni más ni menos que a lo que nos tiene acostumbrados este genio del Baile Flamenco.
Vigilia perfecta fue un viaje simbólico al siglo XIV, al Monasterio de Santa María de las Cuevas, al lugar que empezó siendo ermita para después convertirse en monasterio, prisión y fábrica de cerámica. Un viaje extenuante al pasado y una peregrinación simbólica. Una vivencia mística.
Andrés inicia su procesión cuando todavía es de noche, con el oficio litúrgico de los maitines, zapateando sobre un cuadrado de madera ante los muros ruinosos del monasterio y va recorriendo después cada una de las horas canónicas, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas.
Aparece con un palo erecto clavado en la cabeza que quiebra con su baile, ¿un emblema del rigor eclesiástico?, suena el saxo, se libera del palo, le cantan y baila lentamente, ensimismado. Se tira al suelo, se arrastra, casi en silencio, con los golpes pausados de la batería. Se asoma a la contemporaneidad. Se viste prendas con extraños adornos de un culto imaginario.
Se hace la luz. Una luz rojiza. Se cubre el rostro con el pelo. Se descubre. Se pone el capuchón de una artificiosa cogulla blanca y baila, baila. Baile enclaustrado, sazonado y expresado con movimientos, mudanzas y posturas de su propio patrimonio coreútico. Hay poco cante. Apenas algunos ecos de tonás, bulerías y tarantas.
Le acompañan en esta singular empresa Cristian de Moret al cante, Alfonso Padilla al saxo y la percusión de Daniel Suárez y Curro Escalante.
Vigilia perfecta es una muestra más de la imaginación desbordante de Andrés Marín y otro hito en la historia de la danza flamenca.
José Luis Navarro