ANITA DELGADO, PRINCESA DE KAPURTHALA (9)

 

Capítulo IX

Una española en París


Mientras se aleja de España y se acerca a París

TRAS el largo viaje, la emoción cercana de París empieza a cantar en el alma de la muchacha española. Los campos de España han ido quedando detrás. Y al cruzar la frontera, al poderse decir a sí misma «Ya no estoy en España», Anita Delgado siente pasar sobre su espíritu un sentimiento extraño, en el que se funden la inquietud y la impaciencia. Su corazón vive horas decisivas, horas que recordará ya siempre.




Tierra de Francia. A la emoción de alejarse de España sucede la emoción de acercarse a París. El nombre de la gran ciudad —«la ciudad de las rosas, de las lilas y de los escándalos» — palpita constantemente en los labios de los viajeros. En los ojos de las dos hermanas, el nombre de la ciudad a que se acercan pone brillos nuevos, lucecitas de trémula esperanza. París se enciende ante ellas como la lumbre dorada de todas las alegrías. París será mucho. Pero es más todavía lo que de ilusión y de vehemencia pone en ese nombre el corazón de estas dos españolitas que se acercan a la ciudad. El viaje es largo y se hace monótono. Las palabras se agotan, surgen silencios de fatiga, pausas en que vibra el afán de llegar. Sólo se oye el ritmo bronco, infatigable, del tren. Y cuando falta ya poco, aquella emoción de acercarse a París cobra nuevos ímpetus. Parece que un estremecimiento alborozado recorre el tren, de la cabeza a la cola. Los viajeros se asoman a las ventanillas. Una palabra surge, unánime, en todas las bocas:

—¡París! ¡París!...

Se ríe, se charla apresuradamente, bajo la gran alegría de llegar. Anita Delgado escucha el temblor de su corazón. No es ya incertidumbre ni inquietud. Es júbilo emocionado, alborozo de vivir, hecho carne de realidad, un sueño maravilloso. La muchacha va asomada a la ventanilla en esos minutos finales del viaje. Sus ojos miran impacientes. Ya la estación está a la vista. El tren hace más lenta su marcha. Todos los pasillos del convoy desbordan ahora de palabras finales, de equipajes, de pasos que van y vienen nerviosamente.

Desde la ventanilla, Anita Delgado ve a los que la esperan. Una gran sonrisa llena su rostro. Su mano se agita, fuera del tren, en el primer aire de París.

El primer sueño en la ciudad nueva

La españolita duerme con un sueño profundo su primera noche en París. La ha rendido la emoción de los días últimos. Aquellas horas postreras de Madrid, los preparativos de la marcha, el viaje, la llegada a la gran ciudad amada ya desde lejos... Y todo este ritmo de maravilla, de cuento vivo, que tiene ahora su vida bajo el signo del amor. Ella, malagueña, estaba ahora en París, y mañana, si no quebraba el rumbo de las cosas, estaría en la India. Ella, colegiala en Málaga, bailarina en Madrid, iba ahora camino de ser princesa en un país remoto y misterioso.

Todo ello —penacho de lo extraordinario, capítulo aparte de todas las otras vidas tranquilas y vulgares— la rendía, necesariamente. Y había hecho profundo y feliz aquel primer sueño suyo en París, en la residencia magnífica que para ella tenía preparada el maharajah.

La residencia de Anita Delgado

Él había llevado a los viajeros, desde la estación, a la residencia preparada para Anita Delgado, Era un hotel alquilado en la rue de Saint-Honoré. Un hotel suntuoso, de fino gusto moderno, alegre, confortable. Anita se veía en los grandes espejos y aspiraba gozosamente el perfume de las flores puestas abundantemente en búcaros y jarrones. La casa, siendo lujosa, era al mismo tiempo acogedora. Grande e íntima a la vez. AIexandro Oroz, el grabador amigo de la familia Delgado, inició sus funciones de intérprete. Dijo a Anita en castellano las palabras que el maharajah había pronunciado en francés.

—Dice el príncipe que esta casa será tu casa mientras estés en París... Él vivirá aparte. Te verá de día, os acompañará de día... No te faltará nada...

El príncipe sabía ser caballero. En ningún momento faltaba a la vida de Anita Delgado en París el perfil novelesco que desde el primer día había tenido el idilio extraña y románticamente comenzado.

El «descubrimiento» de París

 Y empieza para Anita el «descubrimiento» de París, el recorrido gozoso de la gran ciudad soñada y amada desde lejos. Va conociendo el París que se divierte, el que ama, el que sueña. El que estudia y el que recuerda. El que es sereno, firme y grave, como la piedra, y el que es fino, ligero y transparente, como la brisa. Desde la noble serenidad de Nuestra Señora a la gracia frívola de los almacenes del Louvre. París estaba al mismo tiempo bajo las naves del gran templo y en las estancias de aquel palacio en que podían hacerse realidad todas las ilusiones femeninas. Un rezo ante una capilla de Nuestra Señora y un deseo ante uno de aquellos vestidos expuestos en el Louvre...


Acompañada del príncipe—su prometido ya—, Anita Delgado va conociendo la emoción múltiple y diversa de París. El alma provinciana (ensueño y canción) de Montmartre, y la gracia luminosa de los Campos Elíseos, y las viejas callejas de la isla San Luis, y la belleza de los jardines del Luxemburgo.

Además, el París de las joyas, de las flores y de los vestidos. El que hace soñar a las mujeres de todo el mundo, el que desvela tantos sueños femeninos y pone luces de deseo en tantos bellos ojos. Y el París que canta, baila y se divierte, el París de noche, el que tiene ojeras de fatiga elegante y sobresalta a tantas buenas almas sencillas. Los grandes ojos negros, infantilmente curiosos, de la muchacha española, van de deslumbramiento en deslumbramiento. El primer traje que se pone es el de amazona y el último el de noche. Su vida empieza en el Bosque de Bolonia y acaba en un teatro o en un restaurante nocturno. Un alegre cansancio, un cansancio lleno de recuerdos bellos y de felices sensaciones, vence a la muchacha cuando, por las noches, regresa a su casa de la calle de Saint-Honoré. 

                            JOSÉ MONTERO ALONSO