ANITA DELGADO, PRINCESA DE KAPURTHALA (8)

 

Capítulo VIII

Anita Delgado marcha a París


Mientras las horas pasan...

ANITA Delgado ha decidido su suerte. Se casará con el maharajah de Kapurthala. Aquel telegrama enviado al príncipe marcará el comienzo de una nueva vida. Marchará a París, marchará después a la India...

Al pensar en ello, no puede evitar una sonrisa feliz. Son muchas cosas las que danzan en su pensamiento desde el día aquel en que decidió su suerte. Es el misterio de una nueva vida, es el término de la necesidad y de la incertidumbre. Es el amor que ha llegado por un camino de novela y de fantasía. Es la lección para aquellas compañeras que desde la marcha del príncipe sólo sabían sonreír, irónicamente...

Desvelada por la madeja de estos pensamientos, Anita Delgado se duerme tarde. Y aun en el sueño persisten los motivos que durante el día mantienen inquietas sus horas. El príncipe, el amor, la riqueza, las tierras lejanas y exóticas... Su vida va a dar un viraje brusco. En su ánimo casi infantil todavía el nuevo camino se enciende con luces de embrujamiento. La muchacha cierra los ojos, y recogiéndose en su mundo interior, ve sus horas futuras como las páginas de un cuento fantástico...

Una voz intima, secreta, dice a Anita Delgado que todas aquellas promesas y aquellos halagos del maharajah no pueden ser un engaño. Hay detrás de todo ello la emoción de la verdad. Antes ella dudaba, vacilaba, desconcertada por lo imprevisto y lo extraordinario. Mas ahora su corazón de mujer le dice que tenga fe, que crea y que espere, porque esa esperanza suya va a cambiar el rumbo de su vida. La chiquilla de Málaga, la bailarina de Madrid será pronto princesa de Kapurthala.

Una llamada en la noche

Han pasado, desde que Anita Delgado envió su telegrama, cuatro días. En la noche de ese cuarto día todos se han acostado pronto. En el silencio de la hora se oyen de pronto unos golpes en la puerta. ¿Quién podrá llamar a esa hora? Un no sé qué extraño sobresalta el corazón de Anita. Hay algo en su espíritu que le dice que aquella llamada es la señal para el comienzo de la nueva vida.




Sale a abrir una criada vieja. Se encuentra con un desconocido. Este se da a conocer: es uno de los secretarios del príncipe y trae la conformidad de éste al telegrama puesto unos días antes por la muchacha. Trae también otras instrucciones. Y trae dinero para los primeros gastos que el viaje determine...

—¿Ve usted, doña Candelaria?--dice a la madre, al saberlo, Enrique Romero de Torres—. No me he engañado. Sabía que el maharajah era de ley. Está sinceramente enamorado de la muchacha. Y la hará íeliz... Yo estoy contento también. Porque he tenido cierta parte en el buen resultado de todo esto. Verá usted...

Y cuenta a la buena mujer lo que ellas ignoraban todavía: la carta aquella que él había escrito, firmando Candelaria Briones, y aceptando las proposiciones del maharajah. No se había equivocado. Desde el primer momento había confiado él en la rectitud y la sinceridad del extraño personaje enamorado de la bailarina española.

Con su fino ceceo cordobés, Enrique Romero de Torres, risueño, decidor y cortés, repetía a la madre de Las Camelias:

—¿Lo ve usted, doña Candelaria? ¿Lo ve usted?...

La noticia corre por Madrid

Marcharán a París enseguida. Estarán en Madrid solamente lo justo para preparar el viaje. Todo es movimiento y júbilo en la casa modesta de la familia Delgado. Con lo que el maharajah ha enviado por medio del secretario llegado aquella noche, se reponen de los apuros pasados, desempeñan lo que la necesidad obligó a empeñar, compran ropas y galas...

La noticia de la próxima marcha corre vertiginosamente por entre las mesas del Central Kursaal. Cruza por tertulias, entra en camerinos, baja a reservados. Lleva y trae de una a otra parte el nombre de la mujercita española que va a marchar hacia tierras distantes.

—¿No sabes?... La menor de Las hermanas Camelias, aquellas dos muchachitas que trabajaban en el Kursaal, se marcha a París. Se la lleva el maharajah de Kapurthala. ¿No recuerdas? Sí, hombre... Aquel que vino a Madrid cuando la boda de los reyes...

Entre las muchachas que trabajan en el Kursaal, la noticia levanta consternaciones y envidias. Otra vez el despecho sube a los labios de las «compañeras».

—Ha hecho su suerte la niña. Yo no sé qué la habrá encontrado el maharajah ese... Porque, vamos, no creo que sea pa tanto... Aunque yo, la Verdad, hasta que no los vea casarse...

En el mundillo madrileño de las redacciones y los saloncillos, el comentario del día es ese de la próxima boda de la Camelia. Anita Delgado había pasado, en realidad, inadvertida como bailarina. Muchos no la recordaban con precisión.

—Son aquellas dos — le decía Fornarina a José Juan Cadenas, su novio último—que salían al principio y que bailaban cosas andaluzas... ¿Las recuerdas ahora? Pues de las dos, la más alta; aquella espigada, del pelo negrísimo, de los ojos grandes, un poco quietos...

Leandro Oroz

Se presenta una dificultad. Ninguna de las tres mujeres conoce el idioma de la tierra a que van. Esto puede ser un obstáculo de importancia. Y en unos días solamente no se puede aprender ni lo más rudimentario de un idioma...

Es también Enrique Romero de Torres, el amigo leal, quien les propone la solución.

—Leandro Oroz puede ser para ustedes el acompañante ideal...

Leandro Oroz es un gran amigo de las dos hermanas. Va frecuentemente al Kursaal con Valle Inclán, con Anselmo Miguel Nieto, con Penagos, con los hermanos Romero de Torres, con Baroja... Está enamorado de Victoria, la mayor de Las hermanas Camelias. Y conoce perfectísimamente el francés...

El grabador Oroz acepta encantado la proposición que le hacen para que acompañe a París a las hermanas y a la madre.

Anita prepara gozosamente su equipaje. Sus manos brincan entre sedas y lazos, acarician prendas y vestidos. Le palpita el corazón en el pecho, como un pájaro loco. ¡París, el mundo!... ¡La vida nueva, desconocida y maravillo.sa!... Anita Delgado cierra los ojos, y sus días futuros se le ofrecen como una serie de estampas extraordinarias y felices... Ya la suerte está decidida y sólo cabe seguir adelante, de cara a esa vida nueva que la espera desde el día que marche de Madrid.




Las horas últimas

Ya está todo preparado. Los últimos besos a las amigas, las últimas recomendaciones de las vecinas.

—Que nos escribáis... Que nos contéis cómo es París...

Anita se siente dominada por una sensación extraña, mezcla de gozo y desazón, de inquietud y de alegría, como asaltada por un súbito pensamiento. Va nerviosamente, en esas últimas horas, de un lado para otro. Ríe de pronto, por cualquier causa, o se queda repentinamente seria, como asaltada por un súbito pensamiento. Siente unas locas ganas de reír o le parece que un temblor de lágrimas quiere afluir a sus ojos.

Está más bella que nunca. En su rostro moreno pálido la emoción de la marcha inmediata pone encendidos carmines. Su mano hace la última caricia sobre las sedas de los vestidos, antes de echar la llave al equipaje. Suena, emocionada, la voz de una amiga:

—¡Que seas muy feliz, Anita! Y que no dejes de escribirme...

La muchacha sonríe. Una sonrisa nerviosa que refleja, junto a su anhelo de ser feliz, la fuerte emoción que pasa ahora sobre su vida…



Lo marcha de «Las hermanas Camelias»

A la estación del Norte han bajado a despedir a los viajeros Enrique Romero de Torres y un gran amigo de éste, argentino, que conoce también a las muchachas. Con Victoria y Anita y con su madre está Leandro Oroz, el grabador, que va a acompañarles a París. Desde las ventanillas del vagón cambian las últimas palabras, cuando ya todo el andén es como una espera impaciente de la partida. Paralelos al tren, grupos de hombres y mujeres dan el adiós a los que se van. Una campana, un fuerte silbido... Romero de Torres y su amigo dan el apretón de manos final a los viajeros. El convoy empieza a marchar. Todo el andén es un coro de adioses. Hay ojos encristalados de lágrimas.

Victoria y Anita van asomadas a la ventanilla. Tiemblan los pañuelos en el aire agitado por el tren que marcha. Ya éste ha salido de la estación, ya su ruido se apaga y sus últimos coches se pierden a lo lejos.

—Esta chiquilla ha hecho su suerte—dice Romero de Torres a su amigo, al salir de la estación.

 Anita Delgado, al sentir bajo sus pies el tren que corre, al ver que se va alejando de Madrid y que dentro de unas cuantas horas se alejará de España, respira emocionadamente. Deja a su espalda una vida y tiene otra ante sí. Su corazón de muchacha en flor tiembla ilusionadamente ante el misterio y la aventura que la esperan.

                            JOSÉ MONTERO ALONSO