ANITA DELGADO, PRINCESA DE KAPURTHALA (1)

 


Anita Delgado, la Princesa de Kapurthala, no es hoy precisamente una desconocida ni una ignorada. Mucho se ha escrito de ella en su día y también recientemente, en especial en internet y en la prensa diaria ella misma se ha encargado de contarnos algo de su vida ꟷ. Unas páginas, en especial, nos han cautivado y nos han hecho disfrutar como lectores. Son los capítulos que bajo el título de Novela de amor de Anita Delgado escribió José Montero Alonso y publicó, con unos espléndidos dibujos firmados por E. Santonja, Mundo Gráfico, de 29 de enero al 5 de agosto de 1936. Un texto que nos cuenta con ese gracejo que engancha de inmediato la sorprendente vida de aquella muchachita malagueña que empezó como bailaora y vio realizado el sueño de muchas niñas: convertirse en princesa. Montero nos habla de ella y de su tiempo, se asoma a la calle y nos retrata lo que sucede a su alrededor nada más y nada menos que una boda real y un atentado regio. Y lo hace con una pluma sabia, pulcra y amena. Un texto que es a la vez la historia de una mujer y la crónica de su tiempo.

La novela de amor de la princesa de Kapurtala

Una bellísima española, Anita Delgado, conquistó hace treinta años el amor del maharajá de Kapurtala. Casi una niña, Anita Delgado fue bien pronto la esposa del maharajá y, por tanto, la princesa de aquel Estado indio. Novela viva, esta historia de amor de la muchacha española tiene un emocionante y pintoresco sabor de leyenda.

Anita Delgado, la princesa de Kapurtala, está hoy, de modo accidental, en España. Reiteradamente se ha negado a toda información periodística en estos últimos tiempos, a pesar de los requerimientos insistentes que para ello se le ha hecho desde la Prensa de lodos los países.

Esta española mundial rompe hoy su silencio en atención a nuestra revista. Nuestro compañero José Montero Alonso ha sostenido con ella una serie de conversaciones, en las que la princesa ha evocado, con precisión y lujo de detalles desconocidos y de un gran interés, aquella novela maravillosa de su amor v su principado.

MUNDO GRÁFICO iniciará en su número próximo la publicación de este reportaje amenísimo, por el que desfilan la infancia, el amor y la vida de la princesa de Kapurtala: la agonía del siglo XIX y la aurora del nuevo siglo a través de figuras, tertulias y ambientes; la Málaga de 1900 y el Madrid de 1906; el idilio y la boda de los reyes de España; el atentado de la calle Mayor; el primer encuentro de Anita Delgado y el rajá; la estancia de la española en París, cuando ella era ya la prometida del rajá; el viaje a la India; la boda; la vida y las costumbres de Kapurtala; el nacimiento del hijo; la visita al frente de la Gran Guerra: las predilecciones; los viajes y los años de después... Todo un film maravilloso, que llega a nuestros días de hoy envuelto en una bella emoción de leyenda.


Capítulo I


Del convento de las Esclavas a las veladas de la

 Alameda



Cuando el siglo acaba

«TROPAS a Cuba». Este titular va repitiéndose más frecuentemente cada día en los diarios españoles. Nombres con un acento colonial que empieza a ser triste—Habana, Matanzas, Manzanillo...—salpican las columnas de los periódicos. La marcha de Cádiz acompaña el paso de los soldaditos—trajes de rayadillo y alpargatas de cintas negras—-hacia los muelles de embarque.

 Esa hora de drama—un drama del que en realidad el pueblo no se da cuenta—es, sin embargo, paradójicamente, la hora del saínete. Se estrena en Apolo La verbena de la Paloma. Tres años después. La revoltosa. La música del dúo de Mari-Pepa y Felipe llega al alma popular más que aquel dolor de las Colonias que se están desgajando.

Un anarquista mata un día a Cánovas. Y allá, en el Norte de Europa, al año siguiente, se suicida Ángel Ganivet.

Dramas románticos de Echegaray, novelas naturalistas de Alarcón, de Pereda, de doña Emilia. Y versos todavía de don Ramón de Campoamor, que es ya entonces un viejecito de ochenta años. «Las hijas de las madres que amé tanto,—me besan ya como se besa a un santo». Una noche, sobre el escenario de la Comedia brota el grito apasionado de un obrero que no puede vivir sin el amor de una mujer. Emilio Thuillier estrena Juan José de Dicenta.

Se habla de Dreyfus aún, y París grita contra Zola. Vuelve Weyler a España, relevado de su mando en Cuba. Sagasta, Lagartijo, Guerrita... Un aristócrata, el marqués de Fontanar, se ha casado con una muchacha del pueblo. Los nombres de los dos están a la cabecera de los carteles teatrales: María Guerrero, Fernando Díaz de Mendoza. El siglo XIX marcha hacia su final. El Maine, la guerra con los Estados Unidos, el desastre. Un día, entre una corrida de toros y una cuarta en Apolo, España sabe con dramático estupor que ha perdido el último resto de su Imperio colonial.

La vida desde los cafés

Las Ramblas, en Barcelona; la Plaza Mayor, en Salamanca; la calle Sierpes, en Sevilla; la de la Paz, en Valencia; el Zocodover, en Toledo; el Zacatín, en Granada: el Coso, en Zaragoza... Toda ciudad tiene una calle o una plaza a las que afluyen, para hacerse comentario y pasión, la vida de la localidad—sus preocupaciones, sus risas y sus duelos—y la vida del país, convertida en eco, en resonancia. Todo hecho y toda figura de Madrid tendrá un comentario—un elogio, una burla o un sarcasmo—en aquellas Ramblas, en aquella Plaza Mayor o en aquella calle de Sierpes. En Málaga, esta calle que centra y recoge la vida local y la vida española es la de Larios. Junto a esas calles que son paseo, cita, comercio y tertulia, están, casi con el mismo significado, los cafés. Se ha dicho que media Historia de España se ha hecho desde los cafés, en torno a las mesas en que se ama, se escribe, se sueña y se conspira. Los cafés de finales de siglo en Málaga son el España, el de la Loba, el de la Lobilla, el de La Castaña. A ellos afluye la vida de la ciudad, la de su puerto y la de su Vega. En ellos se discute y se grita, mientras un humo denso de cigarros va formando neblinas alrededor de las luces del recinto. En una tertulia se habla de la última estocada del Guerra, y en la de al lado se comenta la última desaprensión de Romero Robledo. Se cierra el trato para el envío de una importante partida de pasas y se organiza para después una juerga con cante y baile. Y en una tertulia de hombres serios una voz pregunta, como interrogando a los demás de la mesa y a los días futuros:

—¿Y si resultase algún día que ese capitán Dreyfus era inocente?



Un café de Málaga

El Café de la Castaña está en la Plaza del Siglo, esquina a la de Molina Lario. Es un establecimiento de tipo económico; mientras en los otros el café se cobra a veinticinco céntimos, allí cuesta quince nada más. No tiene el local un público determinado: un público de comerciantes, o de toreros, o de gente del bronce, o de participantes en la política local, que es entonces enconada y violenta. Gentes de toda condición desfilan por el café. Se habla de todo.

—¿Ha leído usted el manifiesto de Weyler contra Sagasta?

El general no se muerde la lengua. Y ya verá usted cómo no le pasa nada. El dueño del Café de la Castaña es Ángel Delgado, que desde el mostrador atiende el negocio. Tras el mostrador—al fondo del local— hay un saloncito con unas mesas para dominó. El ruido de las fichas se mezcla al zumbido de las conversaciones en la hora de las tertulias. Se cruzan en el aire, salpicadas desde una y otra mesa, palabras de charlas distintas.

—Porque ese policía que en Madrid ha matado al Gavira en la Carrera de San Jerónimo...

—jY ahora cierro con blanca doble!

—Pues yo te digo que Bergamín no le va en zaga a Romero Robledo.

Ángel Delgado, desde su mostrador o de mesa en mesa, escucha, asiente, sonríe y calla. Oye opiniones contradictorias; pero él ha de estar bien con todos, puesto que de todos vive. Cuando acaba el trajín del café, va a su casa—allí enfrente, en la calle de Correo Viejo—. Le espera un ambiente más tranquilo, un silencio que es grato sentir tras de aquel múltiple palpitar de conversaciones en el café. Su mujer, sus hijas... En la paz del hogar, ante la compañera, ante las palabras vivaces e inquietas, de las chiquillas, se olvida un poco el afán, la lucha y la preocupación de cada día.



Victoria y Anita Delgado, en el convenio de las Esclavas

Desfilan los días y va haciéndose cicatriz el desgarrón colonial. Un nuevo siglo. Allá, en la capital de España, en el Café Inglés y en el Café de Madrid, unos cuantos escritores jóvenes charlan y sueñan. Han traído a la literatura y a la sensibilidad españolas un viento apasionado de polémica y disconformidad. Se llaman Pío Baroja, Ramiro de Maeztu, Ramón del Valle Inclán, Silverio Lanza, José Martínez Ruiz, Manuel Bueno... Galdós ha estrenado su Electra y el huracán frenético de la pasión religiosa cruza, una Vez más, sobre España.




El Café de la Castaña sigue en tanto con su público vario, inclasificable, con sus partidas de dominó, con sus tratos comerciales y sus comentarios políticos. Ángel Delgado ve cómo sus chiquillas crecen, cómo en ellas se perfilan ya las mujercitas de más tarde. De las dos, la mayor, Victoria, tiene entonces —cuando se inicia el nuevo siglo—doce años. La menor, Anita, diez. Esta es una chiquilla fina, espigada, morena, de ojos grandes y dulces, de inteligencia despierta y viva sensibilidad.



Las dos muchachas hacen una vida muy casera. Apenas salen más que a sus clases y algunas veces a paseo, con la madre. Se educan en el convento de las Religiosas Esclavas Concepcionistas, en la calle de los Granados. La madre Amalia, que es la superiora, las estima mucho. Estudian Doctrina, Historia Sagrada, Gramática, Aritmética, Francés. El convento tiene, primero, un gran patio; atravesado éste, se entra en las clases, presididas siempre por imágenes religiosas. Sobre las puertas hay cristales morados, que tamizan la luz, haciéndola suave, conventual.



El convento de las Esclavas tiene un jardín, al que las muchachas bajan por las tardes. Junto a las grandes palmeras charlan y ríen, se cuentan pueriles secretos y se dicen en voz baja sueños pequeñitos. Chiquillas de ocho años, de diez, de doce —grandes trenzas y ojos cándidos—se confiesan todo su maravilloso mundo infantil, lleno ya, sin embargo, de presentimientos.



Las veladas de la Alameda

De vez en cuando, su madre —Doña Candelaria— las lleva a los baños de la Estrella y de Apolo. Y los jueves, por la tarde, a la Alameda. Calle de Larios adelante, dejan a la izquierda la Acera de la Marina, y torciendo a la derecha, entran en aquel paseo. Las veladas de la Alameda atraen a toda la ciudad, cuando el día se extingue y empieza la maravilla de la noche cerca del mar. En ese desfile, bajo las palmeras, es frecuente ver, junto al tipo neto de la muchacha malagueña —morena, ojos negros, fina y rotunda de perfil—, otros rostros que reflejan una procedencia distinta. Son muchachas rubias, de ojos azules, salpicado de pecas el rostro. Hijas de alemanes o de ingleses que afincaron allí, retenidos para siempre por el bebedizo de un sol y de una tierra que les desquitaban magníficamente de las brumas nórdicas. Cuando pasan por la Alameda Victoria y Anita Delgado hay ya miradas que se vuelven, palabras que preguntan. —Son las hijas del dueño del Café de la Castaña—dice alguien, en respuesta a la pregunta por otro formulada.

Gallardas promesas de mujer, siluetas finas y ágiles—pura esencia y presencia andaluzas—, Victoria y Anita Delgado llevan tras de sí piropos y miradas. Cuando regresan al hogar, se cuentan, riéndose, sus impresiones.

—¿Te fijaste en aquel que al pasar...?

La vida de las dos muchachas es en aquella hora de 1900, de 1902, la misma vida tranquila, silenciosa y hogareña de tantas otras muchachas españolas. Las clases en el convento y los paseos de la Alameda. ¿Cuántas otras mujercitas españolas de trece, de catorce, de quince años, estudiarán en un convento y pasearán por la avenida principal de su provincia a la misma hora en que Victoria y Anita Delgado estudian en las Esclavas y pasean por la Alameda de Málaga?



Por qué Anita Delgado va a la Academia de Declamación

Anita tiene cierto defecto en la pronunciación, que la lleva algunas veces a tartamudear un poco cuando habla. Ella quisiera poder charlar sin ese tropiezo, con total desenvoltura. ¿Cómo combatir este defectillo? Anita tiene voluntad y decisión. Y entra en la Academia de Declamación, para ver si asistiendo a sus clases consigue hacer perfecto su modo de pronunciar.

Dirige la Academia Narciso Díaz de Escovar, el poeta de los cantares incontables. Anita leyó muchas veces aquellas coplas—amores, celos, desvíos, ternuras—del escritor malagueño. Y hasta por ella misma pasa alguna vez el afán de trasladar a los cortos renglones de un cantar algo que siente sobre su corazón, y que sólo puede hallar expresión en una copla.

 La clase de Declamación la da José Ruiz Borrego, que había sido actor. Anita aprende fervorosamente los largos parlamentos en verso de obras clásicas. Quiere así, a fuerza de memoria y recitando después, de un tirón, lo aprendido, vencer aquel defecto suyo de pronunciación.

La muchacha es una excelente alumna de la Academia.

—De aquí—oye decir un día al profesor han salido Rosario Pino y Emilio Thuillier.

Toma parte, con las otras alumnas, en algún festival de la Academia. Es despierta, sensible y vivaz. Su figura adolescente—espigada y airosa—tiene una gracia delicada y arrogante al mismo tiempo, fina y firme a la vez.

Vive Anita la hora feliz de sus catorce años. La vida es para ella un horizonte sin límites. «Y una sed de ilusiones infinita». Un día, sin embargo, hay algo que ensombrece esa alegría suya. Es en su casa. Siente que los padres están hablando sin advertir que ella les escucha. En la voz del padre hay un tono preocupado, reconcentrado.

—El negocio va mal, mal...

Todo parece que se pone en contra mía... Tendremos que hacer algo, porque esto no puede seguir así...

 La madre callaba, y su silencio parecía contener un temblor de lágrimas. Anita sintió un sobresalto en su espíritu. Un sentimiento nuevo en su corazón de mujercita que empezaba a vivir. Disimuló sus pasos y se alejó de aquella estancia. El resto del día estuvo preocupada, silenciosa, como si algo le pesase sobre el alma. El fantasma de la necesidad se había alzado ante ella, de pronto. Tardó en dormirse, y un lento fluir de lágrimas silenciosas en sus ojos grandes, negros y un poco tristes, le hacía comprender que en la vida había algo más—o mucho más—que aquella hora feliz de sus catorce años...

                                                                                    JOSÉ MONTERO ALONSO