Un nuevo intento de Eduardo Guerrero



Tras su paso por el Festival de Jerez y los Teatros del Canal de Madrid, Eduardo Guerrero (Cádiz, 1983) presentó en el Maestranza una nueva versión de Sombra efímera. En ella promete desnudar su intimidad —“Decirle al público cómo soy”, en palabras suyas— y probablemente lo haga. El problema es que al espectador le cuesta mucho trabajo seguirlo. Falla la palabra. Falla el texto, porque después de esos iniciales “¿Quién cierra?, ¿Quién abre?” apenas se les entiende una palabra a los cantaores, Manuel Soto y Samara Montañés. El espectáculo, así limitado, se reduce al baile de Guerrero con un rutinario toque de Javier Ibáñez. Palos flamencos (tarantos, tonás, seguiriyas, bulería por soleá, tangos, zapateado, pregones, fandangos y romances) con formas insólitas e imprevisibles, una buena dosis de contorsionismo desafiante de la gravedad y unos zapateados excelentes —incluso descalzo—. 


La obra, bajo la dirección artística de Mateo Feijóo, se abre y se cierra en un espacio etéreo envuelto en nubes. Luego hay decorados de indudable belleza plástica con significados presumiblemente relacionados con el mensaje que el bailaor quiere transmitirnos. Nos gustó especialmente la imagen de Samara enarbolando un arbolillo sobre un montículo de tierra. Pero eso fue todo. Como decía la añorada Pilar López, si el espectador no entiende una obra es que está mal contada —Cómo echamos de menos los montajes de Antonio Gades—. El baile en esas circunstancias no pasa de un cierto exhibicionismo con movimientos a veces prácticamente incomprensibles, como esa escena en la que Guerrero parece correr para escapar de quienes le persiguen y luego se juntan todos marcándole los perseguidores el compás por fiesta. 


Sombra efímera II es un reto que Guerrero no acaba de superar. Esperemos que en el próximo intento lo consiga.


                                                                                                                       José Luis Navarro