ANITA DELGADO, PRINCESA DE KAPURTHALA (15)


Capítulo XV

El traje de boda


Los primeros trajes indios

EL día en que la española llega a tierras de Kapurthala es sábado. Muy pocas horas después de la partida de la estación, llegan a la villa que el maharajah tenía preparada para su prometida. Es una residencia de estilo italiano, clara y confortable.

Al atardecer, el príncipe regresa a la capital de su Estado, situada muy cerca de allí. Queda Anita Delgado en la villa, con una servidumbre y una guardia numerosas. El domingo vuelve el maharajah a ver a la española. Está con ella casi todo el día, para volverse a marchar al acabar la tarde. Deja dispuesto todo para que al siguiente día—lunes—ella marche a Kapurthala, donde, al cabo de una semana, ha de celebrarse la boda.

Anita Delgado se pone sus primeros trajes indios. Sedas finísimas, vestidos largos que la envuelven totalmente. La españolita se contempla en el espejo. Se encuentra bella. Su figura esbelta cobra una nueva elegancia bajo las ricas telas de los trajes suntuosos. Sus manos acarician suavemente las sedas de aquellos modelos que ha de vestir desde ahora. Envuelta en ellos, Anita Delgado se siente ya princesa de Kapurthala.

Hacia la capital del Estado

Aquel ruido de pájaros que Anita Delgado escuchó al llegar a Bombay—el saludo musical de la nueva tierra—apenas la abandona ahora, ya en tierras de Kapurthala. Desde sus habitaciones de la villa italiana en que ella pasa sus tres primeros días en el nuevo Estado indio, siente continuamente un frenético alborotar de pájaros. Y todo, en la Naturaleza, tiene esa misma alegría. Cielo y paisaje, estre Has y plantas acompañan el alma feliz de esta española que va a casarse en una tierra de leyenda.

AI tercer día de su llegada—es lunes— Anita Delgado se dispone a marchar a Kapurthala, la capital del Estado. Han venido a buscarla el maharajah, algunos secretarios de éste, varios altos funcionarios de la corte. Y una guardia de soldados, con altas lanzas y turbantes vistosos.

La comitiva se pone en marcha. Es un día quieto y luminoso. La Naturaleza está adormecida, como subyugada por el encanto de aquel cuento que se está haciendo carne de realidad. Cantan y cantan los pájaros. Su chillar suena como una marcha nupcial ante el corazón de Anita Delgado.




La llegada a Kapurthala

Marcha la española sobre un elefante en gualdrapado. Se ve rodeada de rostros extraños, en una tierra nueva, protagonista de una novela viva que ella no podía ni sospechar cuando paseaba por la Alameda malagueña o bailaba sobre el tablado de una sala madrileña de variedades. Y, no obstante, todo ello le parece naturalísimo a la muchacha, como si hubiera sido, efectivamente, su destino. Está alegre y se siente feliz; pero sin que ello quiera decir sorpresa ni estupor.

Anita Delgado va encontrando todo esto perfectamente natural y lógico. Alguien debió escribir, en los libros indescifrables del sino, que su vida había de pasar por esa hora maravillosa. Y ella está viviendo ese sino suyo con gozo y con sencillez, sin sentirse sobrecogida ni deslumbrada por la novelesca emoción de esta aventura extraordinaria.

Anita Delgado, camino de la capital, lleva cubierto casi totalmente el rostro. Lo manda así la tradición. No deben ser vistas las mujeres, y su cara debe estar oculta a las miradas de los demás. Sólo los grandes ojos negros de la española se le ven en el rostro, tapado en el resto.

Es breve la distancia hasta la capital. El caserío de Kapurthala se ve pronto. La gente está esperando en las afueras de la ciudad, y al oído de la española llegan los primeros vítores de la multitud. No cesan ya durante todo el trayecto hasta Palacio. Un gran gentío sigue a la comitiva. Los lanceros indios contienen difícilmente a las gentes que quieren acercarse para ver mejor a la nueva princesa.

Vísperas nupciales

Anita Delgado está en el Palacio de Kapurthala. Se casará dentro de unos días. Mientras tanto, asiste gozosamente a los preparativos de su boda. Por sus manos desfilan gozosamente sedas y joyas. No cesan de llegar a su residencia presentes para la nueva esposa del maharajah.

La ciudad vive como en fiesta. Se oyen continuamente las melodías extrañas de los músicos callejeros. Llegan gentes de otras ciudades del Estado. Han venido bailarinas de Odaipur y cazadores de Bikaner; han venido representaciones de otros Estados próximos al de Kapurthala. El maharajah cuenta con fervorosas simpatías en todas las tierras fronteras. A las cacerías que él organiza acuden frecuentemente otros maharajahs, en cuyos palacios pasa luego él algunos días. Esta amistad se aviva ahora, al acercarse el momento de las bodas. No cesan de llegar a Kapurthala los enviados de esos otros maharajahs.

Mientras llega el gran día, Anita Delgado va probándose la espléndida colección de trajes que se están acabando de crear para ella. Sedas de sorprendentes calidades, en todos los tonos. Un color domina sobre los demás: el rojo en un tono tostado. Es allí el color sagrado. 'La españolita se contempla una y otra vez en los espejos, realzada su elegancia altiva por los amplios trajes indios.

El traje de boda

 La boda se celebra a la semana de haber entrado Anita Delgado en la capital. Es todavía de noche—una noche profunda, quieta y estrellada—cuando la española se viste las galas nupciales. Su dama de compañía y varias doncellas la ayudan en la labor. Todo el Palacio es un trajín constante, un ir y venir de gentes. Llegan desde el exterior los rumores de la multitud, que ha madrugado para no perder detalle del gran día que va a empezar.

Anita Delgado se viste el traje de boda. Es un vestido magnífico, hecho en seda, de una sola pieza de diez metros. Tiene un brillo y una suavidad que sólo unas manos mágicas hubiesen podido conseguir. Es de color grosella. Una vez más, el rojo se repite. Es el color del fuego. Y el fuego es allí sagrado, como su color. Por eso una cerilla nunca es apagada: se deja que su luz se extinga por sí misma.

Está bellísima la española envuelta en su traje de fuego. Con el tono vivo de las sedas contrasta la piel morena pálida de Anita Delgado. Erguida, firme la figura y levantada la cabeza, la silueta cobra una majestad extraordinaria.

Hay ya una lívida claridad en el horizonte. La noche acaba, y empieza el día inolvidable. Comienza el cantar jubiloso de los pájaros.




El cortejo nupcial en la amanecida

Desde el Palacio, la comitiva se pone en marcha hacia el lugar de la boda. Esta va a celebrarse al aire libre. Es la amanecida de un día luminoso y tranquilo. Va el cortejo de la boda sobre elefantes, entre soldados. Lanzas innumerables, turbantes prendidos con piedras preciosas, uniformes extraños. Unos criados esparcen en torno a la comitiva, mientras ésta avanza, esencias y perfumes. Pasan los maharajahs con sus trajes de gala, centelleantes los rubíes y las esmeraldas sobre la seda viva de los turbantes.

La multitud presencia alegremente el paso del cortejo. Hay chiquillos encaramados a los hombros de sus padres. Suenan músicas tocadas con los más raros instrumentos. Un griterío constante—clamoroso entusiasmo popular—acompaña el desfile de la comitiva nupcial en su camino hacia el sitio de la boda.

Esta va a celebrarse en lo alto de un cerro. Son las cuatro de la mañana. El cortejo llega, y los que venían sobre elefantes descienden. Empieza la ceremonia en la paz de una mañana limpia y quieta.

                                                                                    JOSÉ MONTERO ALONSO