Capítulo XXV
La separación
Ricardo León y el Café de la Castaña
La española pasa también por una novela, debida a un
escritor que ha nacido, como ella, en Málaga: Ricardo León. En las páginas de Alcalá de los Gazules vive, ama, se
burla y se divierte aquella Málaga que fue fondo a la niñez y la adolescencia
de Anita Delgado. Allí está pintado, con colorido vigoroso, el Café de la
Castaña: su público, sus discusiones, sus tertulias. En ese viejo Café
malagueño va formándose el alma de las que serán después en Madrid Las hermanas Camelias.
Versos
Y en el Norte, un
poeta, José del Río, lleva también a sus versos esa emoción de novela que
palpita en la vida de Anita Delgado. José del Río trabaja de día en una draga,
y de noche, en una Redacción. Hace versos del mar, de la guerra y de los
viajes. Y un día, en la tarea cotidiana, recuerda a la princesa. El nombre y la
vida de ésta tienen una belleza más profunda recordados allí, en la paz de una
capital provinciana. José del Río escribe:
Anita
Delgado, rosa malagueña,
que
desde un tablado pintoresco y pobre,
por
ser andaluza, gentil y risueña,
un
rey con la cara de color de cobre
te
llevó a su reino, prendado de ti,
sobre
una litera de laca brillante,
erguida
en el lomo de un blanco elefante
como
una heroína de Fierre Loti.
En la vida feliz de Anita Delgado surge un día el dolor: su
hermana Victoria muere. El matrimonio—casó ella con un millonario americano
conocido en París—no fue para la muchacha la novela de felicidad que en sus primeros
días de enamorada había imaginado. Desde la desgracia, Anita Delgado se
convierte en un poco la tutora de los dos hijos que su hermana deja: una
chiquilla y un chiquillo. Los viajes son el mejor placer de los dos príncipes.
Ha acabado la Gran Guerra. El mundo se cura sus viejas heridas y quiere
desquitarse —-música y champagne—de la pesadilla última. Hay en todo como una
fiebre de revancha, un ardiente afán de olvido. La nueva alegría quiere
vengarse del dolor pasado.
Entre esos viajes de la post-guerra, España algunas veces.
No puede Anita Delgado dejar de sentir esa llamada de la tierra. Aunque ese
tirón sentimental de la tierra propia pueda ser para ella en ocasiones motivo
de pena. Como, por ejemplo, cuando ofrece, con todo su fervor de española que
ha seguido siendo cristiana a través de los caminos y los azares del mundo un
manto a la Virgen de la Victoria, en Málaga. Su tierra, su Virgen... Pero el
señor obispo no permite que ese manto lujoso vaya sobre la imagen de Nuestra
Señora. El señor obispo sabe que Anita Delgado está casada con un príncipe cuya
religión no es la Cristiana. Y por esta razón, la imagen no puede llevar ese
manto ofrecido por la princesa de Kapurthala.
Silenciosamente, un día la princesa y el príncipe se separan.
Sin estridencia y sin réclame. Sin el
estrépito de la publicidad que casi siempre acompaña a estos hechos.
Conversaciones y conversaciones entre los dos, palabras sin sombra de rencor,
diálogos de ese tranquilo cariño y esa limpia amistad que suceden a las horas
primeras y turbulentas del amor. Acuerdan entre los dos separarse,
amistosamente, gentilmente. Sus vidas, por mutuo y franco acuerdo, serán, desde
ahora, distintas; mas sin que ello quiera decir abismo y odio, incompatibilidad
y fracaso. No admiten las leyes indias el divorcio. Es, por tanto, esta de los
príncipes de Kapurthala, una separación amistosa y convenida. Hasta tal punto,
que Anita Delgado continúa siendo princesa de aquel Estado indio. El porqué
¿Por qué se separa Anita Delgado del maharajah? ¿Por qué los príncipes de
Kapurthala ponen un punto a su vida en común de hasta entonces? Es que el
tiempo ha hecho su obra. Anita Delgado siente cada día más apremiante el tirón
de Europa y de España—aunque vive muchos meses en París, con el maharajah, y no
deja de vez en cuando de venir a España—. En Málaga viven el padre y la madre:
aquel Ángel Delgado y aquella Candelaria Briones que un día llegaron a Madrid
con un afán y una ilusión de lucha que la realidad iba a desvanecer muy pronto.
Eran viejos ya los padres de Anita Delgado. Podía la muerte, un día, hacer su
aparición. Y ella no querría estar lejos, no querría dejar de endulzar los años
últimos de los dos viejos. Kapurthala es la lejanía absoluta, comprensible
antes, en los años primeros. Pero Anita Delgado empieza a ver ya las cosas de
otro modo, y Europa, España y los padres alzan sus sombras ante ella,
imperativamente, como reclamándola. El tiempo ha hecho su obra.
Deja un día Kapurthala. No sin emoción, porque allí ha
vivido las horas más extraordinarias de su vida, las que tendrán ya un surco
imborrable. Ahí nació su hijo, que es ya un mozo espigado y moreno, fuerte y
alegre, de grandes ojos negros, de espíritu en el que se funden lo hindú y lo
español en un contraste de atracción extraña. Por última vez se curvan ante
ella, silenciosos los servidores, de piel de bronce y profundas pupilas. La
presentan armas en signo de despedida los enormes soldados de gran turbante
rojo. Emocionadamente la dicen adiós muchas de aquellas gentes que con ella han
convivido a lo largo de los años. Como cuando llegó, un palpitar de pájaros
estremece el aire cálido y llega jubilosamente a sus oídos. Kapurthala queda
lejos. Allí, en las selvas gigantescas, en el palacio suntuoso, en los templos
extraños, deja Anita Delgado lo más extraordinario de su vida.
JOSÉ MONTERO
ALONSO