Capítulo XXIV
La caza de la pantera
TODOS los tonos
del verde—desde el verde claro al verde sombrío—palpitan en las aguas
cambiantes del río. A cada nuevo instante, la espera de los cazadores se hace
más angustiosa, más inquieta. En la selva que hay a uno de los lados del río
están los ojeadores para hacer descender a la fiera hasta la orilla.
De pronto, unos ruidos ligeros. Deben de ser los ojeadores, que .se acercan. Ya se les ve entre la selva. Hacen unas señales, silenciosamente, con una pequeña bandera amarilla. El barco, a la vista de esas señales, se detiene. Todos los que están en cubierta viven unos momentos de apasionante ansiedad.
Una pantera aparece. Camina despacio, hacia el río. Los ojos
le brillan profundamente. Tiene un paso pausado y tranquilo. Su oreja va en
acecho de los ruidos que puedan delatar un peligro. La pantera se detiene. Ha
visto el barco inmóvil en el río. Pero sigue enseguida su camino hacia la
orilla, indiferente a todo.
Los tiradores se llevan sus escopetas a la cara. Al verles,
la pantera retrocede, da unos enormes saltos y se pierde entre los matorrales.
El maharajah de Kapurthala dispara contra ella. Suenan otros tiros también. El
animal ha desaparecido, y la selva ha vuelto a quedar en un hondo silencio.
Ningún rugido, ningún ruido delata la suerte que la pantera haya podido correr.
Los cazadores esperan unos minutos. Súbitamente, unos gritos
humanos. Un escalofrío de temor pasa por la piel y el ánimo de los cazadores.
Seguramente uno de los ojeadores ha sido atacado por la pantera.
No es ésa, sin embargo, la causa de aquellos gritos. Es que
los ojeadores han encontrado muerta a la pantera. La segunda bala del
maharajah, cuando la fiera desaparecía entre los matorrales, la había herido de
muerte en el corazón.
El regreso
Treinta hombres, gritando alegremente, acercan la pantera a
la orilla. La suben al barco. Todos felicitan al maharajah. Algunos le besan
los pies. Es un magnifico ejemplar de pantera. La alegría es unánime. El barco
da la vuelta para remontar el río. Es ya mediodía. El sol alto hace más bellas
y transparentes las aguas. Unos cuantos indios cantan, celebrando el éxito de
la cacería, Anita Delgado ha vivido una hora de emoción auténtica, sobre el
río, en aquella espera anhelante de la pantera.
Una fiesta española
en Kapurthala
Tras esa estancia en Kotah, tras un alto en Bikaner, los
príncipes regresan a Kapurthala. Reanudan su vida habitual. Paseo, deporte y
caza. Un día, Anita Delgado organiza una fiesta española en su palacio indio. Intervienen
en ella cuantos europeos hay en Kapurthala. Ella misma trabaja en la fiesta,
vestida con la negra mantilla de España, que da una nueva majestad a su figura
altiva. Trabaja también su hijo, el principito en el que se han mezclado sangre
hindú y sangre española. Y otro hijo anterior del maharajah.
Mantillas, trajes de majo, capotes de torero. La visión de
una España pintoresca, colorista y legendaria, surge sobre el tablado, merced
al amor y la nostalgia de aquella andaluza que llegó a princesa oriental.
Cantos y bailes de España, graciosamente deformados, pasan ante los ojos del
público hindú invitado a la fiesta en el palacio de Kapurthala.
Aquel cuento en el que
Valle-lnclán recordó a Anita Delgado
Mientras en el corazón de Anita Delgado España es, inevitablemente,
una nostalgia. En el corazón de España el nombre y la vida de Anita Delgado se
encienden con una luz de novela. ¿Cuántas muchachas sueñan con la mujer lejana
que es princesa de un reino remoto y exótico? En las vidas grises, en las vidas
tranquilas de las burguesitas españolas, aquella extraordinaria existencia de
Anita Delgado es lo milagroso, lo maravilloso.
La española es ya como una mujer de novela, como una
creación literaria. Su figura salta de lo real a lo imaginado. Los escritores
se inspiran en ella. Valle-Inclán, que la vio bailar en el Central-Kursaal, que
asistió de cerca al nacimiento de sus amores con el maharajah, ha escrito un
cuento por el que pasa la sombra de esta mujer española que llegó a princesa
india. El cuento se llama Rosita. Lo
ha escrito don Ramón en los días ilusionados y ásperos de su lucha en Madrid,
cuando muchas redacciones se le cerraban, cuando la incomprensión era eco de
casi todas sus páginas. Es una «literatura
decadente», se decía de aquellas creaciones del escritor. A esa «literatura
decadente» pertenece Rosita, fina estilización de una mujer
andaluza que ha reinado en la India, como Anita Delgado llegó a reinar. «¡Ella
era muy gitana! Todas sus palabras tenían un aleteo gracioso, como los decires
de las manolas. En el misterio de su tez morena, en la nostalgia de sus ojos
negros, en la flor ardiente de su boca bohemia, vivía aquella quimera de
admirar en libertad tigres y leones: las fieras rampantes y bebedoras de sangre
que hace tantos siglos emigraron hacia las selvas lejanas y misteriosas donde
están los templos del sol.» .
Así recordaba a Anita Delgado don Ramón de Valle-lnclán al
trazar, con una letra grande, armoniosa y señorial, la fina emoción de su Rosita.
JOSÉ MONTERO
ALONSO