Capítulo XX
Las viudas que se hacen quemar vivas
Cenizas de mujer
Por la noche visitan los príncipes el Maha Satti: el jardín en que están las tumbas de los antepasados y
los familiares del maharaná. Son muy altas, de mármol, con grandes cúpulas de
estilo hindú.
El escenario tiene una profunda emoción. Vegetación
abandonada, quietud honda, yerta palidez de mármol, soledad… Anita Delgado y el
príncipe viven unos instantes de sobrecogido silencio ante las tumbas reales. El
sentimiento de la muerte -una muerte que allí adquiere belleza y serenidad
-pasa por el espíritu de los visitantes.
El oficial que acompaña a los príncipes les señala los
principales sepulcros. Sobre la piedra de una tumba, ven unos trazos, unos
nombres. Sobre otra piedra sepulcral, otros trazos, otros nombres.
—Ahí están encerradas las cenizas de mujeres de dos de sus
antepasados...— habla, en voz baja, el oficial. Sus palabras tienen un eco triste
y medroso, en el gran silencio de la noche.
Sobre una de las piedras, Anita Delgado ha leido hasta
veintisiete nombres. Sobre la otra, doce.
—Es una costumbre terrible de nuestra tierra—se oye ahora al
oficial—-, una costumbre cuyo relato escalofría...
Y el oficial, entre un silencio palpitante do emoción,
empieza a contar esa tradición dramática de la India.
Cuando el esposo
muere...
Las mujeres sólo viven aquí para su esposo. Si éste muere,
ellas ya no tienen que hacer nada en la vida. Sus días, a partir de esa fecha
de luto, carecen de sentido y de porqué. Todo ha muerto para ellas, al morir el
marido. Y como la existencia ya no tiene objeto para esas mujeres, voluntaria y
resignadamente se sacrifican… Se hacen quemar vivas ante el cuerpo de su
esposo…
En los ojos de Anita Delgado hubo una luz de espanto al
escuchar el relato de la dramática costumbre. Al cabo de unos segundos, el oficial
siguió:
—¿Le asombra a usted? Es una tradición trágica de la India
vieja, pero existente aún... La nueva vida inglesa va luchando contra estas
supervivencias de la India vieja, patética y legendaria. Mucho ha conseguido
ya, pero le falta todavía mucho por conseguir... Y no crea usted que sólo se
sacrifican, al morir el esposo, las mujeres viejas, las que lógicamente poco
pueden esperar ya de la vida... No importa la edad. Mujeres jóvenes, en la
plenitud de su belleza y de su juventud, han entregado sus cuerpos a la
hoguera, ante el cadáver del marido. Y es que aquí, en la India, el destino de las
viudas es verdaderamente dramático. Todos los placeres y todos los derechos se
le niegan a la mujer que ha perdido el esposo...
El destino triste de
las viudas
Ya la princesa de Kapurthala, en sus años de estancia en la
India había conocido este dolor de las mujeres que enviudan. Las viudas, por
creer que la divinidad lo ha dispuesto así, se resignan a todas las durezas y
las tristezas de su nuevo estado. Creen que es justo que su vida sea esa,
áspera y amarga. Por eso en la India son preferidos los hijos a las hijas,
sobre todo entre las gentes del pueblo, que son pobres y tienen familia
numerosa...
—... La viuda—continúa oyendo la española—no puede nunca volverse
a casar, cualquiera que sea su edad o su posición. La viudez la ha de acompañar
siempre... Por eso muchas, sabiendo que su existencia no tendrá ya aliciente
alguno, se hacen, voluntariamente, quemar vivas a la pérdida del esposo. Así
murieron las viudas de esos antepasados del maharaná. Sus cenizas se guardan
ahí, bajo la piedra en que constan sus nombres. La viuda no puede volver a
llevar en la India trajes de colores, ni joyas; solamente algunos adornos de
oro, sin pedrería. Todos los placeres dejan de existir para ellas. Se hacen
vegetarianas. A lo largo de todos sus días sólo llevarán velos de muselina
blanca, por ser el blanco el color del luto. Se dan casos de una gran emoción.
Es frecuente, por ejemplo, que dos familias prometan sus hijos a los cinco
años, para casarlos más tarde, a los doce. Pero en este plazo de tiempo, entre
la promesa y el cumplimiento de ella, muere el varón. Esa muchacha, que no
tiene aún los doce años, es ya viuda sin haber sido casada. Todo ha dejado de
ser para ella. Es una enterrada en vida. Ya no se podrá casar con nadie. Su
juventud está rota para siempre, y la familia del muchacho muerto la juzga
portadora de desgracias. Su destino—si no se entrega voluntariamente a la
muerte y si no lanza al fuego su cuerpo de niña aún—es el de quedarse con su
familia el resto de su existencia. Los trabajos más duros de la casa serán para
ella. Nadie le demostrará ya atención ni cariño, por pensar que la muchacha
lleva sobre sí la mala suerte. Y ella se resignará a todo, por creer que
efectivamente pesa un maleficio sobre su vida...
Navidad en Calcuta
Tras de Odaipur visitan los príncipes otras ciudades de la
India: Chitorgah, Kotah, Bikaner... Anita Delgado, que lleva muchas veces el
traje hindú de corte, conquista en todas partes simpatías. Sabe tener majestad,
sin dejar de ser sencilla al mismo tiempo. Su gran belleza de española
deslumbra a cuantos la conocen.
Regresan a Kapurthala y parten, hacia final de 1913, a Calcuta, donde pasan la Navidad de ese año. En la gran ciudad india hay, además, una vida más intensa y una mayor suma de distracciones que en la residencia habitual de los príncipes. En Kapurthala, las dos distracciones favoritas de la española son montar a caballo y jugar al tenis. En Calcuta podrá asistir a las carreras de caballos, un espectáculo que le encanta. Esas carreras de la magnífica ciudad son las mejores y más famosas de toda la India. Anita Delgado ve en la instalación de las tribunas del Hipódromo una imitación del Longchamp parisino. Pero en Calcuta el tiempo es mejor, sin aquellos tonos grises de los días de carreras en París. Un sol de ardientes brillanteces hace más bello el verde del Hipódromo indio.
Tras una corta estancia en Calcuta, embarcan en el Angora,
con rumbo a Birmania. Dos días de travesía, y los príncipes llegan a Rangoon.
Apenas llegada, Anita Delgado cae enferma: dos semanas en cama. Cuando logra
reponerse, recorre, con su esposo, las bellezas del nuevo país. Pagodas,
tiendas, calles... Lo que más llama la atención de la española son las birmanas
que están al frente de las tiendas y que son mucho más comerciantes que los
hombres. Tienen "una gran coquetería, que se acerca a veces a la
provocación. Sobre el pelo, muy negro y cuidado, un peinecillo y una flor.
Andan graciosamente, y el traje, sobre todo en la falda, muy
ceñido. Fuman constantemente unos largos cigarros blancos, de un olor muy
suave. Tienen un carácter dulce y hablan sonriendo. A su lado, silencioso, está
el hombre, que no se ocupa de nada, que nada hace, como en un callado
reconocimiento de la superioridad de su compañera...
Los días de Rangoon son para Anita Delgado inolvidables.
Camina de sorpresa en sorpresa, de espectáculo en espectáculo. Ve la maravilla
de las danzas birmanas, acompañadas por músicas de exóticos ritmos. Las
bailarinas van extraordinariamente maquilladas y cuidadas. Rostro muy pálido,
ojos pequeños muy negros, de profunda mirada. Mientras bailan—sin moverse de
sitio—alguien dice a Anita Delgado el modo de reconocer la edad de esas
muchachas: si tienen los cabellos cortados, están alrededor de los quince años;
si llevan un moño en medio y los cabellos cortados alrededor de la cabeza,
están entre los quince y los veinte años; si los cabellos son largos, ya han
pasado de esta última edad...
El día antes de abandonar Rangoon, los principes van a un
club que hay cercano a su hotel. Se baila allí a la europea. Las nuevas danzas
orientales están de moda. Un público numeroso, abigarrado y cosmopolita, baila
ahora el one-step, el tango argentino
y la machicha brasileña.
JOSÉ MONTERO
ALONSO