Capítulo XXI
El viaje a España
«Champagne» triste
MANDALAY, Prone, otra
vez Rangoon, otra vez Calcuta, en el regreso a Kapurthala... Después,
Mussoorie, Hyderabad, Golconda... En Hyderabad—capital, con cerca de medio
millón de habitantes, del primer Estado de las Indias—los príncipes son
magníficamente atendidos y obsequiados por el jefe del Estado: el Nizam. Una
noche el residente inglés les ofrece una comida en Secunderabad, junto a
Hyderabad. Están, con el residente y con los príncipes de Kapurthala, el Nizam
de Hyderabad y unos cuantos oficiales del ejército inglés. La comida transcurre
alegremente. Al llegar el momento del champagne, el residente se levanta para
brindar. Antes de hacerlo dirige unas palabras a los comensales. Les comunica
las últimas noticias que ha recibido de Europa.
— Inglaterra acaba de declarar la guerra a Alemania.
A la noticia, el residente añade unas emocionadas palabras,
dirigidas, sobre todo, a los oficiales ingleses que asisten a la comida.
—Quizá la patria necesite de vuestras vidas. Vuestro deber
es acudir a su llamamiento...
Bajo la emoción de la guerra se brinda por la salud del rey y
de todos sus aliados. Los oficiales cantan himnos patrióticos. A pesar de esta
exaltación, a pesar de las músicas y los vítores, el champagne es esa noche un champagne
triste...
La casa de París
Casi todos los años, los príncipes de Kapurthala hacen un
viaje a Europa. El príncipe es un gran amante del espíritu y las costumbres de
Occidente. París le encanta. El maharajah es una rara mezcla de temperamento
oriental, enigmático y extraño, y de sonriente sensibilidad europea.
Este amor a Europa y a París les lleva a instalar una
espléndida residencia en la capital de Francia. Pasan en ella casi todos los
años unos cuantos meses. Es una casa suntuosa, con todos los refinamientos y los
lujos de las nuevas viviendas. Está amueblada y decorada al modo europeo; pero
no puede faltar en ella el recuerdo de lo oriental. En cada viaje desde
Kapurthala traen objetos indios para que pongan su gracia exótica sobre las
estancias occidentales. Sedas y marfiles decoran la casa. Hay un cuarto que es
enteramente oriental. Pieles de fieras cazadas por los príncipes en la India
sirven de alfombra en el suelo. Como el príncipe es un gran aficionado a las
carreras de caballos, en esta casa de París hay cuadras para los caballos
suyos, que, a veces, toman parte en las grandes fiestas hípicas.
Siempre que la española, junto a su marido —vestidos ambos a
la europea; pero él casi -siempre con un turbante de color en la cabeza—,
aparece en algún teatro o en alguna soirée
de París, hay en el público un movimiento de curiosidad y de admiración. No es
sólo el madrigal a la figura noble y a la belleza españolísima, sino, además,
la emoción ante una leyenda que trae a la gris vida europea el acento
misterioso de Oriente. Anita Delgado se ofrece a los ojos de Paris como una
mujer de novela y de leyenda.
El viaje en la Gran
Guerra
El príncipe es un gran viajero. Conocer ambientes nuevos le
obsesiona. Ha viajado ya por la mayor parte del mundo. Entre todos estos países
distintos, España tiene para él, lógicamente, una mayor atracción sentimental.
Española es su mujer, y en España, entre el gozo y el drama de unas bodas
reales, la conoció. Sangre española tiene ya un hijo suyo. Muchas veces, allá,
en Kapurthala, en las conversaciones, al conjuro de alguien que llega de España
o hacia ella va, el recuerdo de la nación distante, en que los príncipes se
conocieron, se llena de una emoción nostálgica. Es inevitable este tirón de
España. Sólo muy de tarde en tarde pasa por Kapurthala un español. Y entonces,
Anita Delgado tiene una infatigable avidez por conocer cosas de su tierra
distante. La lejanía presta un encanto impar a las cosas que se han dejado de
ver.
En 1915, cuando la locura de la guerra pone una ceguera de
sangre en los ojos del mundo, vienen a España los príncipes de Kapurthala.
Viajan con ellos un hijo anterior del maharajah, el hijo de los príncipes, el
secretario, las damas de compañía, los criados. Más de doscientos baúles forman
el equipaje de los príncipes. Desde París a Madrid han de pagar, por exceso de
equipaje, veinte mil francos.
El Madrid del año
quince
Es un Madrid muy distinto a aquel otro que, ocho años antes,
ha conocido Anita Delgado. Han pasado, en realidad, pocos años. Algo, sin
embargo, ha perdido Madrid y algo ha ganado. De lo que se ha ido y de lo que
llega surge una ciudad distinta a aquella de cuando las bodas reales.
La entrevista con la
princesa en el «hall» de un hotel madrileño
Hall del Hotel
Ritz. Los príncipes toman el té. Tras ellos, atentos a todos sus movimientos, a
sus menores deseos, hay dos negros altos, con grandes turbantes.
El periodista de moda es entonces El Caballero Audaz. Él va confesando a los hombres y las mujeres del
día en las páginas de La Esfera,
recién nacida entonces a la vida periodística. Apenas nadie sino El Caballero Audaz hace entonces ese
género de informaciones. Una tarde, en el hall del gran hotel madrileño, Anita
Delgado, ante el periodista, evoca su vida: los días, lejanos ya, de Málaga y
de Madrid, y la nueva existencia fastuosa de París y de Kapurthala. La princesa
empieza quejándose de que muchas veces los periodistas españoles no han sido
justos con ella; han escrito ligeramente sobre su boda, han fantaseado...
—Hasta hubo un majadero de autor—dice— que, según creo, me
puso en solfa en el Teatro de Apolo.
Pasada la íntima queja, Anita Delgado recuerda la belleza
extraordinaria de su vida: el conocimiento del maharajah, el «aprendizaje de
princesa» en París, el salto a la India, la vida en Kapurthala.
—Tenía yo diez y seis años, y subida sobre un enorme
elefante, rodeada de nuestros leales, aromada con mirra, cantada por miles de
voces plañideras, alentada por músicas y gritos de alegría, me parecía soñar.
El príncipe habla también; pero muy poco. —Soy príncipe real
de Kapurthala desde los cinco años, en que murió mi padre. Kapurthala es un
bello Estado independiente de la provincia india del Punjab. Estamos bajo el
protectorado de la Gran Bretaña, y nuestro país, por tanto, se rige por leyes
análogas a las inglesas. Hay mucha fantasía sobre la India: somos casi
salvajes, envenenamos a nuestras mujeres, cortamos cabezas... Naturalmente, no
hay nada de eso.
Anita Delgado evoca luego la vida que hace en Kapurthala.
—Vivo a la europea, aunque visto indistintamente el traje
hindú o el europeo. En realidad—esto es lo cierto—, visto más el hindú, porque
me favorece mucho. Para las ceremonias de corte estoy obligada a ello. Sobre
las vidas grises y sencillas de tantas mujeres españolas, este relato de la
vida extraordinaria de Anita Delgado pone una emoción de novela. El cuento
maravilloso está allí hecho realidad: la española se retrata junto a su esposo
el maharajah. Y entre ellos está el hijo: un chiquillo moreno, de ojos
profundos y gruesos labios, en quien se funden rasgos orientales y rasgos de
España. Cuando las fotografías se publican, vivo documental de un capítulo
novelesco, hay en el sueño de muchas mujeres un temblor y un deseo nuevos. Pasa
por su frente el recuerdo de ese «feliz caballero que te adora sin verte—-y que
viene de lejos, vencedor de la muerte, —a encenderte los labios con un beso de
amor.»
JOSÉ MONTERO
ALONSO