Capítulo XII
Rumbo a la India
De París a Marsella
EL corazón de Anita
Delgado es un temblor ilusionado al leer aquellas palabras. Entre las cartas
del prometido llegó, por fin, la que señalaba la partida. Todo allá, en
Kapurthala. estaba preparado ya para las bodas. Ella podía embarcar en el
primer buque que partiese de Marsella para la India.
La muchacha lee la carta una y otra vez. Su espíritu se
siente lleno de la impaciencia de marchar. Anita querría que los días corriesen
apresuradamente, que las horas pasasen a saltos, como en una carrera
desenfrenada, sin ese ritmo suyo igual e inesquivable.
Febrilmente hace sus preparativos para el largo viaje. Esta
vez el equipaje es mucho mayor que hace unos meses, cuando vino desde Madrid a
París.
Se despide de la madre y la hermana, que quedan en París. (La
hermana está trabajando, por influencias del maharajah, en el Folies Bergère,
con un gran sueldo.) Se despide sin tristeza. Recuerda que en todos sus viajes
subió al tren con el mismo ánimo ligero y optimista: aquel primer viaje de
Málaga a Madrid; el viaje, después, de Madrid a París.
El tren hasta Marsella. Y en Marsella, el mar. Le brincaba
de gozo el corazón. No había visto el mar desde que salió de Málaga. Había en
los muelles marselleses una agitada actividad. Gritos, canciones, ruidos de
carga y de descarga, lamento agudo y largo de sirenas, voces en idiomas
distintos. Sobre uno de aquellos barcos iría ella, camino de la India: camino
del amor, de la riqueza y del trono.
Hacia la vida nueva
Embarca en un buque francés. Desde cubierta, antes de
zarpar, contempla la ciudad que dejará dentro de poco. En primer término, la
vida abigarrada del puerto. Más allá, los mil tejados de Marsella, sus chimeneas
y sus torres.
Anita Delgado clava ávidamente su mirada sobre la ciudad que
deja. Es la última tierra francesa que verá al emprender el largo viaje. La esperan
muchas jornadas de mar. La espera un acontecimiento decisivo en su vida, y, sin
embargo, su ánimo es ahora, en el gran momento que vive, más resuelto y alegre
que nunca.
Hasta hoy todo ha sido propósito, preparativo, preliminar...
Es ahora, inmediata la partida, cuando su vida inicia el viraje definitivo,
cuando verdaderamente sus días van a ser distintos y nuevos. Pudo hasta hoy
volverse atrás, rectificar sus palabras, renunciar a todo lo que
maravillosamente la vida le había ofrecido de pronto. Pero la gran aventura
está ya emprendida totalmente, decididamente, y el paso atrás es imposible. Esto
lo sabe Anita, y su corazón se lanza, con una fe magnífica, a esa nueva jornada
de su vida. De pie en la cubierta, a sus pies el mar y un poco más allá
Marsella, la muchacha española siente toda la alegría de partir hacia la nueva
existencia, luminosa y lejana.
El adiós a la tierra
de Francia
El barco se mueve lentamente. Muchos pasajeros suben a la
cubierta para dar el adiós a la tierra de Francia. Entre ellos, Anita Delgado:
alta, fina y sonriente, ceñido el traje a la espigada figura por la brisa leve
del puerto. Va con ella en el viaje una dama de compañía. Una de aquellas
señoras que en París habían contribuido a su «aprendizaje de princesa».
El barco sale del puerto. Hay esa sensación de que los
muelles se mueven, de que son las casas las que se alejan. Los viajeros miran
la ciudad que va quedando atrás. Durante un buen rato, el buque va pasando
cerca de otras embarcaciones. Después está ya solo, en el mar. Únicamente, al
fondo, a un lado, una línea distante y obscura: la costa, finalmente, la línea
se pierde en el horizonte. Ya sólo cielo y mar. Y un gran silencio, quebrado
sólo por el ritmo pausado y tranquilo del buque que avanza.
Se forman sobre cubierta las primeras tertulias. Son muchos
días de viaje los que esperan. Durante ese tiempo, el barco será una pequeña
ciudad flotante, con sus sueños, sus esperanzas y hasta sus dramas.
El pequeño mundo del
barco
Cielo y mar por todo horizonte. De vez en cuando, un puerto.
Acostumbrados al gran silencio del mar, los viajeros sienten por unas horas la
emoción alegre de los ruidos de tierra: sirenas, canciones, coches, trenes,
gritos... Pero enseguida, otra vez, la ancha quietud, infinita, del
Mediterráneo.
Viaja con Anita Delgado el público cosmopolita y vario de
todo gran buque internacional. Hay millonarios fatigados que buscan en la
diversidad de los panoramas distintos el alivio de su gran cansancio de vivir.
Hay hombres y mujeres que quieren hacer su viaje de novios bajo lunas exóticas.
Turistas que a cada momento sacan sus prismáticos, y comerciantes que hablan del
Cairo y de Colombo. Judíos de inconfundible perfil, militares camino de su
destino colonial, diplomáticos hechos a todas las tierras y todos los mares.
Todo un haz de vidas diferentes, unidas allí, por unos cuantos días, en una
misma ciudad circunstancial.
El secreto de la
española
Anita Delgado observa curiosamente este público del barco en
que va camino de la India. Muchas veces se pregunta cuáles serán el drama o el
gozo de cada uno de esos hombres o cada una de esas mujeres. ¿Amores, dinero,
familia? ¿Qué razones serán las que les lleven hacia los puertos lejanos? Quizá
aquella mujer sola —una desgana infinita en los ojos verdes- - huye del amor
perdido. Quizá aquella otra —su boca ríe siempre— marcha al encuentro del amor
que la espera...
Impulsada por su curiosidad y su fantasía de mujer—de mujer
que en realidad jamás ha dejado de ser niña—, Anita Delgado gusta de imaginar
cómo serán, por dentro, esas vidas que van junto a la suya en el buque, rumbo a
la India. Y mientras mentalmente, calladamente, traza novelas en torno a cada una
de esas vidas, Anita Delgado goza la alegría de que todos los demás ignoren la
vida de ella, lo que a ella le lleva en el barco y lo que allá, en el término
de la ruta, la espera. Todos en el barco desconocen los motivos del viaje de la
española. En los libros del buque hay un nombre y unos datos: los de ella, pero
nada más. ¿Qué saben todos aquellos hombres y todas aquellas mujeres del porqué
gozoso de su viaje? Anita Delgado siente la gran alegría secreta de este porqué
que los demás desconocen y que a ella le hace feliz...
Una pregunta de Anita Delgado
Los días en el mar son monótonos. Las horas se suceden con
inalterable igualdad, idénticas las de hoy a las de ayer, las de mañana a las
de hoy. Son quince días de viaje, y el barco apenas ha hecho sino iniciar su
larga travesía...
Anita Delgado combate el tedio de las horas leyendo,
recordando, charlando con su acompañante. España ha quedado lejos. Son muchos
los momentos en que la muchacha recuerda todo lo que ha quedado allá y fue su
vida de hasta entonces: Málaga, el Café de la Castaña, la lucha y la necesidad
en Madrid, el Central Kursaal, Enrique Romero de Torres, Leandro Oroz... Es
ella la única española en el barco. Apenas habla con nadie. Está casi siempre
con la dama de compañía que va con ella a Kapurthala. En su ánimo prende una
curiosidad: la de saber cómo se coge el pescado que se come en el buque.
A diario, en el comedor lujoso del barco, se sirve pescado.
Anita lo ve uno y otro día, y no acierta a explicarse cómo se proveen de ello.
Es absurdo que lo traigan desde los puertos. Tampoco comprende cómo lo pueden
coger desde cubierta. ¿Cómo se proveen de ese pescado en el buque? La infantil
pregunta pugna por salir a los labios una y otra vez. Pero Anita Delgado se
contiene. Juzga que a lo mejor se van a reír de ella...
Hasta que un día, no pudiendo refrenar por más tiempo su
curiosidad, en una conversación con el capitán del barco, le pregunta:
—Dígame, capitán: ¿cómo cogen el pescado que nos ponen luego
en la mesa?...
Cómo la española vio
satisfecha su curiosidad
El capitán no se ríe. Mira a los ojos cándidos de la
muchacha y ve en ellos, en su diáfana mirada, una expresión absolutamente
seria. La pregunta está hecha con una total buena fe. Y el capitán responde,
con la misma seriedad:
—Mire usted, señorita; todas las noches, cuando ustedes ya
se han retirado a dormir y todo está en silencio, nuestro cocinero sube a
cubierta, con una caña de pescar. Y él es el que coge de esa manera lo que al
día siguiente comen ustedes...
La expresión de Anita es un poco incrédula. El capitán lo
advierte, y añade:
—¿Es que no lo cree usted? Podemos hacer la prueba. Suba
usted a cubierta esta noche, a las doce, y yo le facilitaré una caña. Así,
usted misma podrá pescar y convencerse...
Anita Delgado espera impacientemente ese momento. Le
gustaría que por arte de magia fuese ya la media noche. Pero las horas tardan
en pasar. El atardecer, la noche ya, la cena... Cuando se acercan las doce, la
españolita sube a cubierta. Allí está, efectivamente, el capitán, esperándola.
Tiene, como había prometido, una larga caña en la mano. Se la ofrece.
—Usted misma lo va a comprobar...
Desde cubierta, Anita hunde el cabo de la caña en el mar.
Una noche tranquila y azul. Múltiple temblor de estrellas en el cielo y un
palpitante silencio en el mar, sólo quebrado por el deshacerse de las aguas al
pasar el buque. El ánimo de la muchacha es en esos instantes un ilusionado
latir esperando que del mar surja la respuesta viva y tangible a su pregunta.
Siente, de pronto, un peso nuevo en la caña. Late
apresuradamente su corazón. El pez ha mordido ya. Tira de la caña, va echándose
hacia atrás, y sus ojos miran ansiosamente hacia la fina extremidad que va
surgiendo de las aguas. ¡Ya está allí!
Efectivamente, del anzuelo pende un gran pescado. La
muchacha está absorta, maravillada. Lo acerca, para contemplarlo mejor. Y por
sus ojos pasa una expresión extraña. Aquel pez tiene los signos evidentes de
estar ya muerto cuando ella lo había pescado. Si casi parecía estar ya
preparado para la cocina...
Mira a los que están cerca de ella. En el rostro del capitán
hay una expresión burlona. Ve también surgir súbitamente al cocinero, que con
dificultad logra contener su risa.
El capitán explica lo ocurrido: el cocinero, desde una de
las ventanas bajas del buque, había colgado aquel pescado—uno de los que en la
cocina había—al anzuelo...
La propia Anita Delgado se ríe de la burla. Después, ya en
serio explican a la muchacha cómo se provee el barco del pescado que a los
viajeros se sirve en el comedor. Y la españolita se retira a su camarote,
complacida ya, aun a cambio de aquella pequeña burla, de haber satisfecho su
infantil curiosidad.
JOSÉ MONTERO
ALONSO