Capítulo XIII
Del Mediterráneo al mar de las indias
El recuerdo de la
emperatriz Eugenia, en el adiós a Europa
TRAS cinco días de navegación, el barco llega al último
puerto del Mediterráneo: PortSaid. Hay bastantes buques anclados en aquellas
aguas, pórtico de unas razas nuevas. Descienden unos viajeros y suben otros. Se
oye hablar lenguas distintas. Suenan palabras extrañas, no escuchadas hasta
entonces en el barco.
Quedan, a la espalda, Occidente, Europa. El buque tiene
ahora ante sí una civilización nueva, un nuevo paisaje y una nueva
espiritualidad. A la izquierda, Arabia; a la derecha, el Egipto.
Va a entrar el barco en el Canal de Suez. Anita Delgado
recuerda que a esta obra de la ingeniería va unido el nombre de una española:
Eugenia de Montijo. Allí, hace cerca de cuarenta años, estuvo la que era
entonces emperatriz, en la inauguración del Canal. La española que reinó en
Francia alentó y ayudó a Fernando de Lesseps para que viese realizada su idea
atrevida y genial. Anita Delgado no podía pensar en aquella compatriota ilustre
sin un sentimiento emocionado. Eugenia de Montijo había salido un día de España
para ocupar un trono, y ahora, todo perdido-—perdidos trono, esposo e hijo—era
como una sombra de sí misma, pálido fantasma errante que no hallaba la
paz—porque el mal iba en el corazón—en su residencia húmeda y gris de
Hampshire, ni en su villa soleada de la Costa Azul...
Este Canal por el que ahora iba otra española había sido
inaugurado, muchos años antes, por Eugenia de Montijo, en la plenitud de su
belleza y de su gloria. Distante, desvanecida aquella hora, Eugenia de Montijo
era hoy una enlutada viejecita de ochenta años, que iba por el mundo huyendo
inútilmente de su dolor inacabable.
El Canal y el
desierto
El Canal de Suez. Anita Delgado, llena de una infatigable
curiosidad, está casi siempre en cubierta. Sus grandes ojos cándidos no se
cansan de mirar aquel paisaje que tiene para ella una profunda novedad. Entra
el buque en los Lagos Amargos. Sobre lo alto de una colina se ve Ismailia, una
ciudad con jardines y hoteles alegres. Los bordes del Canal, en esta parte,
están plantados de árboles. Pasa cerca la línea férrea. Se oye el pitido largo
de un tren.
—Es el tren que va al Cairo—-dice alguien, sobre la cubierta
del buque.
A los dos lados del Canal, el desierto, que se extiende más
allá de los bordes de este tajo abierto entre Asia y África. Un paisaje
amarillo y seco, cuyas dunas, de vez en cuando, aparecen cortadas por algunos
campamentos blancos y pequeños, a cuyo alrededor se ven plantas espinosas.
Junto a estos campamentos, a la sombra de los matorrales, camellos tendidos
sobre la arena. Pertenecen al servicio de vigilancia del Canal.
Se ven montones de alambre, sobre todo en las vaguadas y en
los altozanos. Sirven para detener las arenas. Las amontonan e impiden que
caigan en el Canal, al que lentamente acabarían por cegar. Varias dragas,
también, extraen las arenas que el viento va lanzando al fondo del cauce.
El amarillo paisaje es nuevo para la españolita que marcha a
casarse a la India. Acodada en la borda; Anita contempla, con mirada ávida y
asombrada, aquella silenciosa majestad del desierto.
El paso del Mar Rojo
El buque llega al término del Canal. Se ve Suez. Edificios y
vegetación, jardines cuidados, actividad. En el centro de uno de esos jardines
está la estatua de Fernando de Lesseps. La entrada del Canal por esa parte está
marcada por dos leones de piedra. El buque sale al Mar Rojo. Por él llegan,
rumbo al Canal, algunos barcos grandes. Vienen de Australia, del Japón, de la
India. Anita Delgado oye atentamente a los oficiales del buque las
explicaciones que dan sobre aquellas tierras para ella desconocidas, sobre los
navíos que llegan de países lejanos, sobre aquellos mares que tienen nombre y
emoción de novela de aventuras.
Frecuentemente, el buque en que viaja Anita Delgado se
encuentra con otros en cuyos mástiles palpitan banderas inglesas, alemanas,
holandesas.
—Aquel—oye decir a un oficial—es un barco inglés que hace la
travesía de Shanghai, HongKong y Singapoore a Londres...
Otras veces, por ese Mar Rojo, no son barcos grandes los que
la española ve, sino embarcaciones pequeñas, modestas. Sobre todo, por la
noche: veleros de cabotaje, sin luces ni señales, que avanzan por el mar silenciosamente,
fantasmalmente.
Estos veleros—oye Anita Delgado—son muy peligrosos para la
navegación. No se les siente, no se les ve...
Hay que tener un gran cuidado con ellos, pues podrían
provocar una verdadera catástrofe...
El comercio de esclavos
La española preguntó:
—¿Y por qué hacen de noche su travesía? ¿Por qué van sin
luces, como escondiéndose?
Escuchó, con el ánimo atento y emocionado, la explicación.
Aquellos veleros conducían, entre las sombras de la noche, esclavos de una a
otra orilla del Mar Rojo. Eran barcos de negreros dedicados a ese comercio
humano. Hacen su travesía en las horas nocturnas. Cargan los esclavos en las
costas de Nubia y de Etiopía y los desembarcan en las costas de la Arabia.
Todo el drama de la esclavitud surge, al conjuro del
patético relato, ante el espíritu de la muchacha española. En cuanto la noche
llega, Anita Delgado mira atentamente el mar, escrutándolo, queriendo hallar en
él los veleros del doloroso tráfico.
El último Estrecho
Son de arena las riberas del mar y parecen arder, calcinadas
por el sol ardiente. La evaporación concentra con gran intensidad la sal de las
aguas marinas. En cuanto el sol se pone, el salto del calor a la fresca brisa
de la tarde produce una gran radiación. Por la noche, el relente moja la
cubierta del buque, casi como si fuera una lluvia. Las dos riberas del Mar Rojo
van acercándose, frente a frente.
El buque tiene tierra a sus dos lados. Es el estrecho de
Bab-el-Mandeb, paso al mar de las Indias. Pronto, Anita Delgado ya no ve en torno
suyo sino mar. Un mar tranquilo, brillante, de azules puros y transparentes.
Alguna vez, en la línea lejana del horizonte, la mancha obscura de un buque que
va hacia el estrecho.
Es largo el viaje, y, sin embargo, a Anita Delgado se le
pasan los días insensiblemente. La vida del barco, por una parte, y por otra la
diversidad de horizontes, acortan para la española sus horas sobre el mar,
rumbo a la India.
—El viaje ya está vencido—dice el capitán—. Sólo nos faltan
seis días para llegar a Bombay...
En el mar de las
Indias
Es ya la última parte de la travesía, y nadie, sin embargo,
sabe el porqué de aquel viaje de una muchacha española. Ella guarda avaramente
su secreto, y cuando alguien, en la inevitable convivencia del buque, le
pregunta las razones del viaje, ella, hábil y discreta, responde con evasivas y
soslaya la conversación. Todos continúan ignorando que aquella españolita de la
figura esbelta y los ojos grandes y negros va a casarse, nada menos, con el
soberano de Kapurthala, de uno de los estados de aquella India misteriosa y
maravillosa a la que el buque francés se acerca.
—La primera tierra que veamos será ya la India—dicen en
cubierta.
El barco navega tranquilamente sobre las quietas aguas de un
puro azul índigo. Hay una profunda quietud sobre el mar de las Indias.
Atraviesa el buque muchos bancos de peces fosforescentes.
Corren velozmente, a lo largo de varias horas, junto a la
proa, iluminando los costados del barco.
La española va contando emocionamente el tiempo que le falta
para llegar al término del viaje. Esos días últimos le parecen los más lentos,
los que más tardan en pasar. Los hace más pesados también la monotonía del
horizonte; mar y cielo, nada más, sin una costa, sin una isla.
Anita Delgado se repite a sí misma lo que le va faltando
para acabar el viaje:
—Faltan ya sólo dos días...
JOSÉ MONTERO
ALONSO