Capítulo XI
Adiós a París
Leandro Oroz vuelve a Madrid
YA está acordado que
el maharajah se marche solo a la India para preparar la boda, y que Anita
Delgado se quede en París hasta que él avise desde Kapurthala. Ella, por tanto,
cuando el momento llegue, marchará sola. No siente la muchacha temor ninguno
ante la larga travesía. Sus diez y siete años se lanzarán alegremente a ese
viaje, rumbo al país desconocido en que un trono la espera.
Mientras el príncipe regresa a la India, para ocuparse de
todo lo referente a la boda cercana, Leandro Oroz, el español, vuelve a Madrid.
Lo ha pasado en París espléndidamente. Su estancia ha corrido a cargo del
maharajah. Oroz supo conquistar el afecto de éste y ser con él discreto y
cordial. Aun, en la víspera de la marcha de Oroz, el maharajah le hizo un
último regalo: tres mil pesetas en metálico.
El español regresa a Madrid con un magnífico caudal de
optimismo. Desde que él se marchó con la familia Delgado, nada se había vuelto
a saber en Madrid de los ausentes. Muchas veces, en la tertulia de los Romero
de Torres, de Valle-Inclán, de Anselmo Miguel Nieto, de Baroja, había surgido
la pregunta de cómo seguiría aquel amor extraña y románticamente comenzado.
—¿Qué tal les irá en París a Las hermanas Camelias? ¿Se
habrá casado Anita con el maharajah?
Oroz nos tiene olvidados. Y un día, Oroz apareció de nuevo
en la tertulia. Traía una expresión risueña y comunicativa. Su rostro reflejaba
la alegría del hombre que ha hecho un viaje feliz. Toda la tertulia le acosó a
preguntas. Los artistas de aquella peña se consideraban un poco los tutores
espirituales de aquella muchacha a la que habían visto empezar a bailar y
querían ver convertida en princesa auténtica de cuento oriental.
—Cuenta, cuenta...
Hicieron corro alrededor de Oroz. Y el viajero empezó a
contar el capítulo último de los amores de Anita Delgado con el maharajah de
Kapurthala.
En los cafés madrileños
Cuenta Oroz cómo
Anita Delgado estaba haciendo su «aprendizaje de princesa».
Cómo su espíritu de intuición y de adaptación estaba
haciendo de ella—sin violencia y sin esfuerzo, de un modo natural—, una mujer
distinta. Cuenta lo enamorado que el príncipe está de ella; el firme propósito
que él tiene de que las bodas se celebren enseguida. Y cuenta cómo es él: su
espíritu, sus costumbres, su vida...
—El maharajah — habla Leandro Oroz—es un hombre extraordinariamente
sencillo. ¿Recordáis que a primera vista, tan moreno, con aquellos ojos que le
fulguraban, con aquel turbante, imponía respeto? Pues luego, tratado, es un
hombre encantador, de una total naturalidad en todo, de una auténtica efusión.
Vive con gran lujo en uno de los mejores hoteles de París. Le encanta la vida
europea. Y debe de ser muy rico, a juzgar por la forma en que vive. Alguna vez
vi entre sus manos, sin que él pareciese dar a esto la menor importancia,
esmeraldas, rubíes y topacios.
En la peña del café madrileño—haz de sueños y esperanzas—el
relato es como un deslumbramiento. Durante varios días, en torno a aquella
mesa, no se habla sino de Anita Delgado. Valle-Inclán, charlador magnífico,
traza palabras y palabras —armonía y fantasía— sobre lo que serán, allá en la
India, las bodas de la española con el príncipe exótico. Elefantes sagrados,
perfumes auténticamente orientales, danzas e incienso. La palabra de don Ramón
—luminosa y plástica—era una maravillosa anticipación de lo que la escena
podría ser. Ricardo Baroja decía cosas pintorescas, y Anselmo Miguel Nieto, el
gran silencioso, callaba o hacía comentarios concisos. Julio Romero de Torres
lamentaba no haber podido hacer el retrato de aquella muchacha que pronto sería
una figura universal. A su hermano Enrique le halagaba, en la zona íntima de su
pensamiento, la participación que él había tenido en todo aquello. Se le oía,
con su fino y garboso acento cordobés:
—Ha hecho su suerte esta chiquilla...
A esa suerte — y esto le enorgullecía legítimamente—él no
era ajeno.
"Yo no me casaré
si no es contigo"
Entre aquellos amigos, entre muchas gentes, Oroz es durante
muchos días la figura de actualidad. ¿Cuántas veces le hacen, a lo largo del día,
las mismas preguntas? ¿Cuántas veces ha de repetir las mismas respuestas a unos
y a otros?
—¿Y es Verdad, amigo Oroz, que el príncipe está enamorado de
ella y quiere llevársela a la India para casarse allí?
Y Oroz va repitiendo, un día y otro, la misma historia,
infatigablemente.
—Sí; todo ello es cierto. Él la quiere de verdad, y ahora se
va a su país para preparar la boda.
Para el artista español, aquellos días vividos en París
serán inolvidables. Sólo una sombra hubo en ellos: Victoria, la hermana de
Anita. Leandro Oroz estaba enamorado de ella ardientemente. Más de una vez
había dicho a la muchacha: —Yo no me casaré si no es contigo. Victoria se reía
siempre. Era de un carácter más alegre que Anita. Se reía, echándolo a broma,
porque su sentimiento hacia Oroz era el de una amistad. Una amistad abierta,
franca y leal. Pero amistad simplemente. Por eso, cada vez que él la hablaba de
boda, la muchacha se echaba a reír.
—Yo no me casaré si no es contigo. A lo largo del tiempo,
estas palabras se habían de cumplir.
Oroz no se casaría nunca por no haberse casado con Victoria.
La rehabilitación de
Dreyfus en el París de hace treinta años
El maharajah se ha marchado a la India, y su prometida
espera impacientemente la llegada de la carta que ha de señalar para ella el
momento de la partida.
Un acontecimiento emocionante sacude en esos días la vida de
París: se rehabilita a Dreyfus. Se le había condenado hace unos años, y en la
Isla del Diablo, cubierto de dolor y de oprobio, había empezado a cumplir su
prisión. Hasta que un día Emilio Zola lanza, en defensa del inocente, su «¡Yo
acuso!», vibrante y enardecido.
Al conjuro de las palabras de Zola, París grita y se exalta.
Es una terrible campaña contra el novelista que se atreve a defender a aquel
hombre. Se le insulta, se le pega. Una multitud enfurecida recorre las calles.
Los policías tienen que proteger a Emilio Zola, disolver a los manifestantes…
—lAbajo Zola! ¡Abajo Dreyfus!
La campaña contra el condenado y contra el novelista es
también la campaña contra los judíos. Se les persigne a éstos en la calle, se
les apalea. Basta que se oiga «¡Ese es un judío!», para que la multitud se
lance sobre él furiosamente.
¿Qué había quedado de toda esta pasión? Al cabo del tiempo,
la verdad se había impuesto. Dreyfus era inocente, como Zola había proclamado
contra todos. Su condena había sido una injusticia, que había que reparar. Es
en estos días en que Anita Delgado hace su aprendizaje de princesa cuando
Francia rehabilita a Dreyfus, al militar que padeció persecución y dolor. París
siente la emoción de una hora bella, de una hora de justicia y de reparación.
La ciudad pone todo su empeño en borrar, a fuerza de generosidad, el eco de aquellos
gritos que, recordados ahora, le punzaban el corazón:
—¡Abajo Zola! ¡Abajo Dreyfus!
Del estreno de «La
mala sombra» a la boda de «Machaquito»
Van arrastrándose los días, en esa espera impaciente de una
carta. Van arrastrándose con su carga de gozos y de penas. Muere un día
Lorrain, el poeta de las decadencias exquisitas. Lejos, en Rusia, apenas pasa
una jomada sin que un atentado ponga al descubierto la profunda rebeldía que
palpita en las entrañas populares. Un terrorismo constante pone titulares sangrientas
en las hojas de los periódicos europeos. «Ayer fue lanzada en Moscú una bomba.»
Entretanto, en Madrid se estrena, una noche, La mala sombra. Música de Serrano, sobre
donaires de los Quintero. Interpretan el sainete, sobre el escenario de Apolo,
la Palou, la Pino, Emilio Carreras, Emilio Mesejo, Pepe Ontiveros...
Y otro día se casa Machaquito.
Los testigos de la boda son don Benito Pérez Galdós y Rodrigo Soriano. Un
político y un escritor se retratan junto al torero que todos los días se jugaba
la vida en los ruedos españoles.
JOSÉ MONTERO
ALONSO