Capítulo X
El aprendizaje de princesa
La jornada de la
española
El maharajah ha
entregado a su novia una nota con el reparto que debe hacer de las horas del
día. Anita Delgado atiende escrupulosamente esas indicaciones, y a lo largo del
tiempo no se le olvidará esa distribución que hace de cada jornada.
Se levanta a las siete de la mañana, y desde esta hora hasta
las ocho es el baño, la toilette y el desayuno. De ocho a diez, monta a caballo
y pasea por el Bosque de Bolonia. Regresa después a casa, y da, hasta las doce,
lección de piano. A continuación, una hora de francés e inglés.
La comida, la sobremesa. Luego, a las tres, una hora de
billar. De cuatro a cinco, la siesta. Y de cinco a ocho, paseo en coche o en
automóvil. Los días ahora son largos y claros; tarda en anochecer, y Anita
Delgado hace en esas tres horas el recorrido ilusionado y romántico de París,
el descubrimiento de sus encantos infinitos y de todas sus gracias renovadas
siempre. Avenidas y callejas, tiendas y cafés, grandes plazas y rincones
íntimos.
Tras de la cena, el teatro. O algún restaurante de noche,
alguno de aquellos establecimientos elegantes en que se ama con música, sobre
un fondo de luces y de terciopelos.
Esta es la jornada de Anita Delgado en París. Su quehacer y
su diversión. Y, al mismo tiempo, su «aprendizaje de princesa».
Cómo Anita Delgado se prepara para ser princesa
Para este aprendizaje, la muchacha española tiene profesores
y damas de compañía. Estas últimas son dos; una, francesa; otra, inglesa. Anita
Delgado va transformándose rápidamente. Su cambio se advierte casi por días.
Tiene la muchacha una magnífica intuición para todas las cosas, una
inteligencia despejada y vivaz, una sensibilidad extraordinaria. De un modo
natural, sin esfuerzo ni violencia, va asimilando enseñanzas que afinan su
espíritu, que lo hacen culto, que lo ponen, en fin, en el camino del
principado...
El maharajah está todo el día con ella. Come con la familia
Delgado y sólo se separa de Anita por las noches, en que cada uno de los dos se
retira a su respectiva residencia. Ve el maharajah con gozo la sorprendente
asimilación que la muchacha hace de todo lo que puede mejorar su espíritu.
Tiene una gran disposición para todo. Pone, especialmente, Anita su mejor
empeño en aprender otros idiomas. Quiere poder hablar con el príncipe sin
necesidad de intermediarios, sin que las palabras de uno o de otro hayan de
pasar por la traducción, que, inevitablemente, deforma y resta sinceridad...
Día a día aprende palabras nuevas, que luego dice al maharajah, con un gracioso acento. Ese francés naciente y españolizado tiene un raro encanto pronunciado por los labios de Anita. El maharajah ríe, oyéndola hablar, sintiendo todo ese claro esfuerzo que ella pone para llegar a entender y hacerse entender. Son sorprendentes los adelantos que la muchacha hace en su aprendizaje de princesa.
Amor de conocimiento
El amor del maharajah de Kapurthala por Anita Delgado había
sido, primero, un amor «de corazón». Un amor repentino, inmediato y directo.
«Flechazo» llamaban en España a ese súbito y ardiente sentimiento amoroso.
Ahora, en París, cerca de la muchacha, ese amor del maharajah
era ya «de conocimiento». El príncipe iba descubriendo día a día todo lo que en
Anita había de excelente. Iba conociendo su bondad, su sensibilidad, su
inteligencia, su intuición. Había en ella, sobre todo, una capacidad de
adaptación admirable. Nadie diría que aquella muchacha, fina, educada, era la
misma que bailaba en una sala madrileña.
La había querido el maharajah, primero, por bonita. Por
aquella figura esbelta y ágil, por aquellos ojos hondos, por aquella piel. La
había querido, al verla, porque sí, por esa razón sin razón de todos los
grandes amores. Pero ahora la quería, además, por buena, por sensible y por
inteligente. La quería porque la conocía. Y conocerla era quererla más.
El recuerdo del
Central Kursaal
Apenas tenían noticias de España. Sólo, de vez en cuando,
las cartas del padre. París se llevaba todas las horas de Anita. La faltaba
tiempo para su avidez de vivir y de saber. Seguía escrupulosamente aquel horario
que le había señalado el maharajah: su aprendizaje de princesa. Hacía deporte y
aprendía idiomas. Y, sobre todo, vivía. Su espíritu se asomaba a ambientes nuevos,
con una curiosidad infantil de conocerlo todo. Todas las cosas tenían para ella
una gracia inédita, una emoción fresca y jugosa. Era el gran encanto
inolvidable e impar de «la primera Vez».
Conoció un día el Petit-Palais. Mesas y escenario. Tertulia
y cuplés, ¿Qué le recordaban el tono y hasta la forma de aquella sala? El
recuerdo estaba aún cerca, y, sin embargo, le parecía ya lejano, como de otra
vida. Aquella sala le hacía recordar la de aquel Central Kursaal en que ella
había bailado por primera vez en Madrid. Su escenario, su animación, su ruido,
eran los mismos de aquella otra sala madrileña en que la muchacha, entre rumores
e indecisiones, salió al público. Una hora de -su vida, próxima y no obstante
alejada ya, surgía ante ella. Le parecía revivir todo aquel ambiente con el que
el espíritu de la muchacha no había acabado de rimar. Vida de entre bastidores,
menuda, falsa, con pequeños rencores y pasiones turbias. Vanidades, deseos,
asechanzas... ¡Qué distinta la vida de escena, en lo que ella había podido
conocer, de lo que desde fuera parecía!
Pero todo ello quedó atrás, cercano y borroso al mismo
tiempo. Sólo, de pronto, había surgido su recuerdo, al ver una noche, en París,
el Petit-Palais, que, sin duda, había servido de modelo para aquel Central
Kursaal en que ella bailó por primera vez.
El viaje del padre
Anita Delgado tiene un día la alegría de ver a su padre en
París. No lo había visto desde que ellas salieron de Madrid. Llega ahora
acompañado por aquel argentino que era amigo de Enrique Romero de Torres. Ángel
Delgado conoce de cerca aquel nuevo rumbo que seguía la vida de su chiquilla.
Ve el lujo con que ésta vive, la impresión que su fina
belleza de española hace en todos los sitios a que va.
Recuerda, por contraste lógico, aquellos duros días de
Málaga, cuando se vio obligado a dejar el Café de la Castaña, cuando la
necesidad acosaba su pobre hogar. Recuerda sus días de Madrid, aquel diario
peregrinar en busca del trabajo que no llegaba, aquel desconsolado regreso a la
casa, por las noches, con el desaliento de siempre, dejándose caer sobre una
silla con una infinita desgana de todo. ¿Qué quedaba de todo ello en esta vida
cómoda y segura de hoy, en este nuevo y bello horizonte que se abría ante
ellos? Ángel Delgado, al contemplar el hoy junto al ayer, sentía que el rostro
y el corazón se le ensanchaban.
Oroz, en París
Leandro Oroz, el grabador que fué con las hermanas Delgado a
París, vive una vida magnífica en la gran ciudad. En Madrid, naturalmente,
había conocido la estrechez, el acoso frecuente de la necesidad, esa inquietud
constante del poco dinero y del trabajo que falta. Ahora conocía horas felices,
sin inquietudes ni zozobras, sin el terrible desvelo económico que en Madrid le
torturaba a cada paso. Había sabido hacerse simpático al maharajah. Tenía Oroz
un espíritu fino y cultivado, una cordialidad franca y efusiva. Su estancia en
París corría por cuenta del príncipe, y el muchacho sabía responder a esta
atención con lo único que podía responder: con su bondad, con su discreción,
con su gentileza. Leandro Oroz era sencillo y servicial, y así, a fuerza de
bondad y de simpatía, había sabido ganarse el afecto del maharajah.
—Cuando nosotros—le decía, a veces, éste— nos vayamos a la
India, usted nos acompañará...
Oroz sonreía. Le tentaba la ilusión de un viaje como aquél.
Conocer un país de tal interés y de tal leyenda sería maravilloso. Pero marcharse
a la India equivalía estar muy lejos de Victoria Delgado, que quedaría en Europa.
Y é! estaba perdidamente enamorado de la muchacha...
El príncipe quiere marchar
Seguía Anita con el mismo entusiasmo del primer día su
«aprendizaje de princesa». El maharajah veía con gozo los progresos de la
muchacha. Eso significaba acortar el momento del viaje a la India, acercarse al
día en que ella sería ya princesa efectiva en aquel país remoto y legendario.
El quería que Ahita pudiese ocupar con plena dignidad y con absoluto merecimiento
el trono de Kapurthala.
Fue exponiendo sus propósitos a la española; él marcharía
primero a la India. Había de cumplir numerosos e importantes requisitos para su
boda. Necesitaba ésta, lógicamente, una previa tramitación. El acto tendría la
debida importancia portancia y exigía multitud de detalles y de preparativos.
Para atender a todo esto, marcharía él a Kapurthala, con tiempo suficiente para
que el acontecimiento fuese preparado dignamente. Anita hubiese querido marchar
con su prometido; pero comprendía las razones que aconsejaban que él fuese
todavía solo...
Quedaría la muchacha
aún en París, hasta que recibiese las noticias de él para emprender el viaje.
Seguiría estudiando y haciendo deporte. Continuando, en fin, su «aprendizaje de
princesa», de mujercita que va a compartir un trono. Día a día, el sueño se va
haciendo más humano, y la novela se va tornando realidad. A otra cualquiera mujer,
todo esto—imprevisto y maravilloso--la hubiese trastornado, deslumbrado. A
Anita Delgado, no. Iba viviendo todo esto con una admirable naturalidad. Como
si efectivamente su destino fuese el de ser princesa, y estuviese escrito que
su vida había de saltar desde la Alameda de Málaga a los palacios suntuosos de
la India.
JOSÉ MONTERO ALONSO