ANITA DELGADO, PRINCESA DE KAPURTHALA (14)

 

Capítulo XIV

Una española en Kapurthala


El saludo lírico de Bomboy a la española

LA costa ya. Primero es sólo, lejana, una manceba obscura en el horizonte. Va perfilándose, haciéndose más neta. Todos los pasajeros, desde cubierta, contemplan alegremente la tierra a la que el buque va acercándose. Entre todos, es Anita Delgado quien en esa hora final y feliz del viaje siente más presuroso el latir de su corazón. Para aquellos hombres y aquellas mujeres, el viaje será, simplemente, un capítulo. Para ella, ese viaje, lo que él significa y la transcendencia que va a tener, es, nada menos, toda su vida.




Bombay, inmenso, abigarrado, se perfila limpiamente en la costa. Se ven palacios indios y edificios europeos. Surge de la gran ciudad un vasto rumor, un sonido ancho y múltiple, hecho de ruidos de barcos y de muelle, de gritos, de canciones. Un ruido, sobre todo, llega entre los demás, claro y agudo, a Anita Delgado: un chillido vibrante de pájaros, un coro alegre que parece darle la bienvenida, desde esas primeras tierras de la India.

A la alegría de llegar se une en el alma de la mujer la alegría de esos millares de pájaros que la saludan cantando. Para una muchacha de diez y siete años, que va a casarse con el príncipe de un país remoto, suntuoso y legendario, ¿qué mejor salutación que esa bienvenida lírica y musical de millares de pájaros, embriagados de azul?

Bombay: Los encantadores de serpientes

Fondeado el buque, empiezan a cumplirse en él las formalidades de rigor, antes del desembarco. Hay en todos la impaciencia de saltar a tierra. La travesía ha sido larga, y hace ya muchos días que los viajeros no sienten piso firme bajo sus pies. Hay sobre cubierta despedidas alegres. No la despedida melancólica del viaje que empieza, sino el adiós feliz del viaje que termina. Mientras unos viajeros se quedan en Bombay, otros siguen la travesía. El buque irá ahora en busca de los puertos de Colombo, de Madrás, de Calcuta, para perderse después en el mar de la China y acabar su ruta en las islas que hasta hace poco habían sido de España.

Desembarca Anita Delgado. Unos enviados del príncipe la esperan para acompañarla hasta donde la aguarda él. Bombay, enorme, rico, abigarrado, es la primera tierra india que pisa la española. Hay enormes edificios de traza europea junto a construcciones de estilo oriental. Ve en una gran explanada multitud de encantadores de serpientes, sentados en el suelo, rodeados de un círculo de personas que contemplan la mágica tarea de aquellos hombres extraños. Parece que las serpientes van a alejarse de su dueño; pero en cuanto éste empieza a tocar la flauta, vuelven fascinadas por rara melodía. Y en ese regreso, la serpiente mueve sus anillos como en una danza al compás de aquella música.

Otros encantadores muestran la lucha lenta entre dos serpientes. Y otros, la lucha de una serpiente cobra con un mangostán. Este es un bicho pequeño, obscuro, algo más grande que un hurón. La cobra se lanza rápidamente sobre él, lo envuelve con sus anillos, queriendo darle la dentellada venenosa que será la muerte del mangostán; pero éste logra escurrirse, hasta que consigue morder en la cabeza a la cobra, matándola.

Esta de los encantadores de serpientes, vistos apenas ha desembarcado, es la primera sensación fuerte, nueva y extraña, de la española en la India. Una enorme cantidad de gente desfila constantemente por la ciudad. Anita Delgado oye hablar un nuevo idioma, y es ahora, lejos de Europa, cuando la mujer siente que su vida ha cambiado, que sus horas van a ir desfilando bajo un signo totalmente distinto.

Hacia Kapurthala

Descansa un poco, antes de emprender el viaje hacia Kapurthala, en un hotel suntuoso, de rica decoración oriental, de salones vastísimos, de espesas alfombras. Raras melodías maravillosas llegan hasta ella, tocadas por músicos indios en el interior del hotel.

Es muy escaso el tiempo que Anita Delgado está en Bombay. Lo bastante, sin embargo, para darse cuenta del movimiento infatigable y de la gran riqueza del puerto indio. Hay por sus calles y sus plazas un vasto y confuso rumor de colmena. Un sol de fuego cae sobre la ciudad. Los comercios desbordan de gente. Pasan mujeres de ojos sombríos y profundos en los rostros tostados, envueltas en largos vestidos de sedas claras.

La estación en que Anita Delgado ha de tomar el tren para Kapurthala es de una gran extensión. Salen de ella trenes para sitios distintos: para Baroda, para Nagpoor, para Madrás. Un gran gentío llena los amplios andenes. Para el viaje de Anita Delgado a Kapurthala hay preparado un tren especial. La española sube a su departamento con un aire resuelto y alegre: esa firmeza de su paso y ese optimismo de su actitud son los mismos de su corazón en esta hora que se acerca al final de aquella novela empezada un día en Madrid, mientras ella bailaba una danza andaluza sobre el tablado del Central-Kursaal y el príncipe la miraba apasionadamente desde un palco.

Camino del Estado en que Anita Delgado será princesa

Queda a la espalda Bombay. Acodada en la Ventanilla, Anita Delgado ve cómo la ciudad se va borrando en el horizonte. Ve sus últimos edificios, sus últimas cúpulas. Pronto es ya sólo campo —campo inmenso y jugoso de la India—lo que la española ve desfilar por la ventanilla. El viaje va a ser largo: cuarenta y ocho horas han de pasar hasta que el tren llegue al término de su trayecto. Kilómetros y kilómetros, en un desfile inacabable. Horas lentas y ardorosas a lo largo de una tierra cálida.

Anita Delgado distrae ese tiempo conversando en francés con su dama de compañía y con los secretarios del príncipe. Pregunta incansablemente acerca de las tierras que cruza, de las costumbres de aquel nuevo país en que ella va a vivir desde ahora. Todo para la española tiene el encanto maravilloso de la novedad.

Por las noches llueve torrencialmente. Desde su departamento, Anita Delgado oye el batir de la lluvia sobre la tierra. Así refrescará la temperatura, así se librarán del espeso polvo que el tren levanta al avanzar.

De Vez en cuando, ven desde el tren ganados y cuervos, signo de la proximidad de algún caserío. O ruinas de pagodas y monumentos, piedras doradas por un sol de siglos. Y campos extensísimos de cultivos tropicales, bajo un cielo luminoso y azul.

El encuentro con el Maharajah

Otras Veces son nutridas bandadas de vistosos pavos reales. O monos, que desde las cunetas o en las arboledas, chillan al paso del tren. Árboles de gigantesca copa, enormes tamarindos que hacen más soportable el rigor solar. La última parte del viaje es, sobre todo, la más pesada para Anita Delgado.

Al cabo de tanto tiempo, el paisaje se hace monótono, y es desesperadamente igual. Llevan ya más de cuarenta horas de viaje.

Llega el tren a su estación de término, ya en tierras de Kapurthala. Han sido dos días justos de viaje. Anita Delgado, con una emoción que se le hace risa en los labios y brillo húmedo en los ojos, ve que en la estación está esperándola el príncipe. La alegría canta en el corazón de la muchacha, como un pájaro loco.

Los que acompañan a la española y los que están, con el príncipe, esperándola, asisten con un silencio respetuoso al encuentro feliz de los prometidos. Cambian éstos atropelladamente palabras en francés:

Oh, que je t'attendais impatientement!...

La sinceridad de la escena, la verdad y la emoción de aquel encuentro, rompen toda etiqueta y todo protocolo. Tras las primeras palabras, se organiza la marcha. Han de dirigirse a una villa que está a diez kilómetros de allí. En ella permanecerá Anita Delgado durante unos días, antes de su entrada en la capital de Kapurthala.

                            JOSÉ MONTERO ALONSO