Capítulo VI
El adiós triste del maharajah de Kapurthala
El suicidio de Mateo
Morral
TODOS aquellos días, los periódicos de Madrid habían ido
dedicando una gran extensión al enlace regio. El 31 de Mayo, según aquellas
informaciones, se acercaba como una fecha de magnifico alborozo. Y, de pronto,
el primer día del nuevo mes de Junio los diarios trajeron, a cinco columnas, un
título de fuerte emoción: «Atentado contra los reyes de España.» Tras la
titular, una información extensa y detallada del atentado, de las detenciones
que siguieron a él, de la labor que se venía desarrollando para dar con el
autor. Y la relación de las víctimas: más de una veintena de muertos, más de un
centenar de heridos.
El conde de Romanones, ministro de la Gobernación, creó inmediatamente un premio de 25.000 pesetas para el que detuviese al autor del atentado. En un ventorro de Torrejón de Ardoz se vio a un hombre, de apariencia rara, que parecía esconderse. Inspiró sospechas a un guarda jurado, y éste lo apresó. Al ir al pueblo, el desconocido disparó sobre el guarda, matándolo, y después disparó sobre sí mismo. El suicida era Mateo Morral, el hombre que tiró la bomba en la calle Mayor, al pasar la carroza de las bodas reales.
Por qué Nakens
encubrió a Morral
Se aclaró totalmente el misterio en que en los primeros
momentos había aparecido envuelto el atentado. Mateo Morral, cometido el hecho,
huyó de la casa en que llevaba varios días como huésped. Se dirigió a la redacción
del semanario republicano El Motín.
Pidió auxilio a don José Nakens, director del periódico, recordando que este
periodista no había delatado a Angiolillo, el asesino de Cánovas. Nakens
encubrió a Morral, hasta que éste pudo salvarse.
Se detuvo a Nakens, a Francisco Ferrer, a algunos más. El
atentado de la calle Mayor, ¿era simplemente un hecho anarquista? ¿O había en
él algunas otras razones más ocultas? La opinión popular vio en el hecho de
Morral el último capítulo de un obscuro proceso de amor. Morral se había
enamorado inútilmente, tristemente, de Soledad Villafranca, la amante de
Francisco Ferrer.
Confesó Nakens plenamente su intervención en la huida de
Morral.
—Como pienso—dijo—me he conducido, y no por simpatías a unas
ideas que he combatido más rudamente y más tiempo que ninguno, como todos
saben; sino por profesar la teoría de que las ideas, si no se profesan para
practicarlas, son mercancías despreciables. Llego en este punto hasta el
extremo de que si mañana estuviéramos en revolución, y el rey, preso y
sentenciado a muerte por mi voto, se escapara y se amparase en mi, lo salvarla,
afrontando la exacración del pueblo...
La extraña pasión del
príncipe indio
A la emoción de todo el día por el atentado y sus consecuencias
dramáticas, sucede en las noches el ambiente amable del Central Kursaal, lleno
de un público alegre y bienhumorado. Se comenta la última danza de Pastora o el
último amor de Fornarina. Se comenta,
sobre todo, aquella extraña pasión del príncipe exótico por la españolita. En
el Madrid de 1906 el hecho tiene una emoción de folletín pintoresco y
romántico. El príncipe reitera constantemente sus ofrecimientos, a través de su
secretario y del intérprete. Pero, al mismo tiempo, Anita Delgado reitera
también sus negativas. La muchacha tiene miedo a lo desconocido, a la
distancia. Si se decide, ¿qué le reservará la vida cerca de aquel hombre
extraño, lejos de la familia y de la patria?
—No... No puedo, no puedo...—es el estribillo continuo en
los labios de la bailarina.
Hay en el Hotel París un nuevo almuerzo del príncipe y de
Anita Delgado, con los familiares de ésta. A las palabras del intérprete, la
muchacha opone siempre una misma negativa:
—No, no... No puede ser...
Los ojos del maharajah se clavan ardientemente en la
muchacha, queriendo poner en la mirada una luz de convencimiento. Mas la
española está firme en su posición, y de su boca no salen las palabras que el
maharajah quisiera. La duda de lo que tras aquellos ofrecimientos pudiera
encerrarse continúa llenando a Anita.
El maharajah se
marcha a París
El príncipe ha de volver a Paris. Su estancia en España ha
terminado. Mientras en Madrid se continúa hablando del atentado a los reyes, el
maharajah dice adiós a la ciudad en que tan felices horas ha pasado y en que ha
conocido a la mujer que acaso va a cambiar el rumbo de sus días.
A la estación baja Anita Delgado a despedirle, con la
hermana y la madre. Está triste el maharajah. Hay en sus ojos una expresión
grave, y todo su rostro refleja una gran pesadumbre. Tristeza de marchar,
tristeza de dejar allí aquellos ojos negros que se le han clavado tan
dulcemente...
Todos advierten en el rostro del príncipe esa sensación de
tristeza. Y, al mismo tiempo, de amor. No deja el príncipe de mirar los ojos de
la españolita, como esperando de sus labios la palabra que no acaba de llegar.
Aun el intérprete, al pie del tren, habla, por última vez,
del amor de su Alteza. Anita Delgado mueve, como tantas otras veces, la cabeza,
en señal de negativa.
Las hermanas Camelias
han ofrecido un ramo de flores al que se va. El maharajah lo sostiene
emocionadamente entre las manos. Falta ya muy poco para que el tren arranque. El
maharajah va a hablar por última vez. Un nudo en la garganta hace trémula su
voz. El intérprete traduce a las muchachas esas palabras finales:
—Dice Su Alteza que estará en París hasta Octubre. Que, por
tanto, si usted cambiase de opinión, puede escribirle allí antes de esa fecha.
El seguirá esperando...
Anita Delgado sonríe. Le halaga, en medio de todo, aquella constancia.
Suena la campana del tren anunciando la partida, Un último apretón de manos. El
convoy arranca.
Deja ya de verse el tren. Anita Delgado y los suyos
retroceden, abandonan la estación. Anita Delgado se ve de nuevo en la calle. La
muchacha suspira, como si se hubiese liberado de un gran peso.