Capítulo VII
Anita Delgado decide casarse con el maharajah de
Kapurthala
Las que se alegran de
la marcha del príncipe
PARA las artistas que
con Las hermanas Camelias trabajan en el Central Kursaal, la marcha del
maharajah es una alegría. Quitar el novio a la amiga fue siempre un deporte muy
de mujer. Las artistas del Kursaal habían pretendido quitar el novio—o el
posible novio—a Anita Delgado. Se habían ofrecido a él, desenfadadamente. Pero
el príncipe quería a una mujer, sólo a una mujer. Y esta mujer era,
precisamente, la que no le aceptaba.
Por eso, al marcharse él, las artistas no disimulan su
alegría. No se ha casado con ninguna de ellas, es cierto— - piensan—; mas
tampoco con la otra. Les llena esa alegría—tan pobre, pero tan humana—del
descalabro ajeno.
Sonrisas, hablillas, ironías. El mundillo del Madrid de
noche comenta la marcha del príncipe que se enamoró de la española. Entre las
mesas del Central Kursaal salta la noticia:
—Dicen que en la estación, al despedirse de ella, estaba muy
emocionado...
—|Bah! Eso lo dice ella, para presumir... Menudo chasco se
habrá llevado: ella se veía ya en un trono, y se encuentra con que tiene que
seguir bailando... Ha terminado el breve capítulo de novela. Y han terminado,
con él, la envídia y los celos que atormentaban a las compañeras de Las hermanas Camelias, en el Kursaal.
Ahora desbordan de alegría.
— ¡Un principito, nada menos! Ganas de hacerse ilusiones. Ha
pasado lo que tenía que pasar: que él se marchó y ella se ha quedado a la luna
de Valencia...
No se recatan de exponer su gozo ante la misma Anita
Delgado. A veces, cuando ésta pasa por entre las mesas o cerca del palco de las
artistas, sorprende en sus compañeras un coro de risas contenidas. Una oleada
de rubor y de rabia enciende el fino rostro de la muchacha.
Aquel árbol en que se
anunció el atentado contra el rey
El suceso de la calle Mayor ha dejado una huella de emoción
profunda en el ánimo popular. De la portería a la guardilla, del café al
saloncillo, de Fornos a Lhardy, toda la ciudad es un comentario continuo y
apasionado del atentado de la calle Mayor. Pasan por todos los labios los
nombres de Morral, de Nakens, de Soledad Villafranca, de Ferrer...
Los periódicos publican informaciones extensas sobre el anarquismo, sobre sus organizaciones y sobre sus atentados. Se recuerdan sus crímenes famosos, los nombres de los anarquistas que más apasionaron al mundo.
Cuenta la Prensa cómo un hombre, días antes de la boda,
había visto en el Retiro, muy cerca del Paseo de Coches, a otros dos, sentados
en un banco, ante un árbol. Estaban grabando algo sobre la corteza de éste.
El hombre—oficial de Oficinas Militares— sintió la
curiosidad de ver lo que los dos individuos trazaban sobre el árbol. Decidió
esperar a que se levantasen. Pero se hacía ya tarde, y como ellos no se
levantaran, lo hizo él. Pasó cerca del árbol, y entonces los hombres se unieron
apretadamente, para no permitirle ver lo que habían escrito. Aun pasó dos o
tres veces más. Fue inútil. Se marchó del Retiro, y al día siguiente—faltaban
cuatro días para la boda—volvió al mismo sitio. Pudo entonces leer
tranquilamente lo trazado en el árbol por los dos hombres. Habían grabado un
círculo, no muy regular; dentro de él, en la parte superior, había un dibujo que
parecía representar una calavera, y debajo dos tibias cruzadas. En el resto del
círculo se leían estas palabras: «Ejecutado será Alfonso XIII el día de su
enlace. Un irredento.» A un lado y otro del último renglón había unos dibujos,
y en la parte izquierda del círculo, la palabra «dinamita». Aquello pareció
simplemente una broma de mal gusto al oficial de Oficinas Militares. No se
volvió a acordar de ello. El día 31, el atentado. Y aquel hombre reconoció, con
dramático estupor, en el retrato de Mateo Morral, a uno de aquellos dos
individuos vistos días antes en el Retiro...
Un anarquista en la
Puerta del Sol
Bajo la impresión del atentado, la gente vive esos días en
un sobresalto nervioso, como si de cada esquina esperase ver salir a un
anarquista. El anarquismo llena novelescamente la imaginación popular. Un día,
en plena Puerta del Sol, un grupo rodea a un hombre. Se oyen voces, gritos.
Nuevos grupos engrosan el primero. La gente corre en dirección hacia aquellas
gentes.
—¡Es un anarquista! ¡Es un anarquista!... - se oye a unos y
otros.
Lo acorralan, lo insultan, lo llevan a empujones, entre
denuestos y gritos. El gentío es cada vez mayor, y su actitud, más levantisca. El
hombre, por fin, consigue hacerse oír, y dice algo que calma los ánimos de la
encrespada multitud.
—¡Que yo no soy anarquista , señores! ¡Que no lo soy! ¡Soy
un ladrón, nada más!...
Si ella se casase con
el maharajah...
Las compañeras de Anita Delgado no se recatan de exponer
ante ésta su alegría Por la marcha del príncipe y por la boda frustrada. A la
muchacha llegan comentarios y sonrisas. Retazos de frases oídas al pasar,
miradas burlonas, hablillas en voz baja...
Anita Delgado lo sufre todo en silencio; pero hay en su
corazón, casi niño aún, un afán de desquite, el deseo de que aquellos celos y
aquella envidia puedan tener una causa real.
En su frente va haciendo nido la idea de decir que sí a los
propósitos del príncipe, para que aquellas mujeres conozcan toda la rabia del
despecho y del fracaso.
Muchas veces, a solas, recuerda gestos y actitudes del
ausente. Recuerda aquel primer encuentro, cuando ella se asustó ante los ojos
fulgurantes, dominadores. Recuerda luego cómo él la miraba desde un palco del
Central Kursaal, con una mirada fija, obstinada y ardiente. Y aquellas entrevistas
en el palco, cuando a través del secretario él la hablaba de marcharse juntos a
París. Y aquellos almuerzos en el hotel. Y aquella despedida en la estación, él
apenas acertando a hablar, con una visible emoción en el rostro...
Anita Delgado recuerda todo esto, y la figura del príncipe—que
en el primer día la asustó y la hizo llorar—se le aparece ahora como envuelta
en una luz de simpatía y de bondad. Le ve en una actitud de rendimiento y de
amor, esclavo de ella, pendiente de ella. Ve cómo aquellos ojos dominadores,
acostumbrados a mandar, la miran con una suave mirada de imploración.
No considera ya con
espanto la idea de casarse con el maharajah. Aquello puede ser su porvenir, el porvenir que
de ningún modo había de traerle el tablado del Kursaal. Su vida, de quedarse en
Madrid, sería como la de casi todas: la necesidad, la galantería, los hombres
que la cortejan con un simple afán de aventura, el dolor en cuanto su juventud
y su belleza se apagasen...
Lo que piensa Enrique
Romero de Torres
El maharajah, desde París, no cesa de interesarse por la
españolita. Frecuentemente, doña Candelaria Briones muestra a Enrique Romero de
Torres las cartas que él envía desde allá. La buena mujer sigue desconfiando de
todo aquello. No acaba de creer que los propósitos del príncipe puedan ser
sinceros y que él quiera, realmente, casarse con la muchacha.
Enrique Romero de Torres, en cambio, si cree en la
sinceridad y el valor de las palabras del maharajah. Piensa que aquello puede
convertirse en la felicidad de Anita Delgado. Piensa que la ocasión es única, y
que desperdiciarla puede ser irreparable...
—El está enamoradísimo—piensa Enrique Romero—, y para ella
esto sería la suerte de su vida. Aunque ella es buena, distinta a todas las
muchachas que se desenvuelven en ese ambiente de café cantante, el ambiente
acabará por cogerla al fin... Más tarde o más temprano, su final será el de
tantas otras, quiera o no quiera... Acabará marchándose con algún organillero,
como han hecho ya la Maruja y la Trini... Sería una pena, una pena... Y esta
muchacha tiene ahora en las manos su suerte...
La carta que la madre
firma sin saberlo
Bajo el peso de estos pensamientos. Romero de Torres concibe
la idea de escribir al príncipe fingiendo ser la madre de Anita. Así lo hace un
día. Escribe al secretario del maharajah aceptando las proposiciones hechas a
la muchacha y firmando con el nombre de Candelaria Briones...
Por la noche enseña la carta a sus compañeros de tertulia en
el Café de Levante. A todos les encanta la idea y su realización. Aquella
tertulia es un poco la tutela espiritual de Anita Delgado. Todos se sienten
interesados en la suerte de la muchacha, como si ésta fuese algo suyo.
Deciden enviar la carta al maharajah. Salen todos del café,
y en un estanco de la Puerta del Sol compran el sello para franquear la carta.
Enrique Romero de Torres no lleva sueltos más que diez céntimos. Como el sello
vale veinticinco, Julio, el pintor hermano de Enrique, pone una perra chica;
Valle Inclán, otra. y Ricardo Baroja, los últimos cinco céntimos.
Depositan la carta en el buzón de la Casa del Correo, en la
calle de Carretas. Vuelven después a la Puerta del Sol. Y toman el camino del
Central Kursaal, con la alegría de haber realizado un acto que puede ser decisivo
en la vida de una mujer.
Un telegrama de Anita
Delgado al maharajah
Enrique Romero de Torres no dice nada de la carta a Anita
Delgado ni a sus familiares. Prefiere mantenerlo en secreto, hasta que los
acontecimientos pronuncien la palabra final.
En la muchacha, mientras tanto, aquella idea de la boda se
ha abierto paso y piensa en ella ya como en un sueño bonito. La ironía y el
desdén de sus compañeras la hieren. Le gustaría darles una lección, para que
las risas de ahora pudieran trocarse en lágrimas de despecho.
Ella en París, ella en un trono lejano, entre sedas y
joyas... Ella saltando desde su rincón malagueño a un país oriental, como en un
cuento de Las mil y una noches, como en un relato de maravilla... Con los ojos
cerrados, Anita Delgado ve imaginativamente toda esta novela deslumbradora, que
ella puede convertir en realidad.
La decisión está tomada: se casará con el maharajah de Kapurthala.
Vivirá toda la emoción de un cuento prodigioso. Reinará en un país lejano,
montará sobre elefantes y vestirá trajes de sedas sutilísimas... Sus compañeras
palidecerán de envidia y tendrán que ahogar sus risas sarcásticas y sus
comentarios hirientes de ahora. Ella, Anita Delgado, será la princesa de
Karputhala...
Una mañana, Anita Delgado envía un telegrama a París, al
maharajah. El telegrama dice: «Si Su Alteza persiste en la misma idea, estoy
dispuesta a marcharme, siempre que pueda ir conmigo mi familia.»
JOSÉ MONTERO
ALONSO