Capítulo V
El amor, la amistad y la duda entre las mesas del Central-Kursaal
La noticia dramática
Hace ya un buen rato que la carroza real ha pasado bajo los
balcones del Hotel París. La gente sigue llenando las calles, embobada ante los
uniformes, contagiada de la alegría de las músicas. La Puerta del Sol desborda
de voces, de gritos, de ruidos.
Anita Delgado, en un cuarto del Hotel, comenta con sus familiares la magnificencia de la comitiva nupcial. Hasta la estancia sube el por de la calle. De pronto, ese clamor se hace distinto, como si algo se agitase, como si algo le hubiese alterado. Sube de la calle una sensación nueva.
—¿Oís? Algo ha pasado...
Se asoman al balcón. La gente marcha presurosa,
sobresaltada. Corre en bandadas hacia la Puerta del Sol. Allá, al fondo, hacia
la calle Mayor, la aglomeración es imponente. Se oyen, de grupo a grupo,
retazos de conversación, palabras dichas con un extraño tono de emoción.
—Ha sido cuando ya les faltaba muy poco para llegar a
Palacio...
Un hombre, al que rodean todos, hace, con gestos y ademanes
vivos, un relato que los demás escuchan anhelantemente.
—... Dicen que hay muchos muertos y heridos.
¿Qué ha pasado? La inquietud asoma al rostro de Las hermanas
Camelias. Alguien llega de la calle al Hotel, y ante los que no hacía mucho
habían contemplado desde los balcones el cortejo de las bodas reales, da la
dramática noticia:
—¡Han tirado una bomba a los reyes!
La bomba en la calle
Mayor
Había sido en la calle Mayor, delante de la casa número 88. Desde
un balcón del piso cuarto, un hombre lanzó una bomba, envuelta y disimulada en
un ramo de flores, cuando pasaba la carroza real. Gritos, sangre y humo.
Rodaban caballos, caían cuerpos humanos... Mientras la gente se agolpaba y
corría, los soldados del regimiento de Wad-Ras, que en aquel sitio cubrían la
carrera, permanecían firmes en sus puestos.
El rostro de la
reina reflejaba un gesto de dolor. El rey tenía una absoluta serenidad. Estaban
heridos los caballos de la carroza regia, y los recién casados bajaron de ésta
para trasladarse a otra. Ya las ovaciones de la multitud, que habla
reaccionado, ahogaban los gritos de dolor de los heridos por la metralla.
Los reyes, entre un frenético tableteo de ovaciones, siguen a Palacio. La sangre ha teñido ya de rojo los cándidos azahares nupciales de la boda. Hay muchos muertos y heridos. La alegre mañanita de Mayo se ha visto rota por el estallido de una bomba anarquista. Pasada la confusión de los primeros momentos, la Policía registra todas las casas de aquel sitio.
Logra saber que el que arrojó la bomba desde aquel cuarto
piso de la casa número 88 era un individuo llamado Mateo Morral. Tenía
alquilada aquella habitación desde hacía ocho días. En ninguno de los pisos de
la casa se le encuentra. Ha huido a favor de la enorme confusión que produjo el
estallido de la bomba. Mientras él corría, confundido entre la multitud, allí,
en la calle Mayor, quedaba un coro de gritos doloridos. Cuerpos de hombre y de
mujer estaban ya sin vida, sobre la calle o en los balcones.
Entre la verdad y el
engaño
Durante todo ese día, Anita Delgado, como Madrid entero, no
logra borrar de su pensamiento la tragedia. La magnitud de lo ocurrido aparta
un poco en su espíritu la otra preocupación: la de ese extraño amor que la
ronda y que quiere torcer su vida, dando a ésta un rumbo de novela.
¿Qué hay tras aquellos ofrecimientos reiterados del
maharajah de Kapurthala? ¿Hay una pasión sincera, dispuesta a convertir en
realidades las promesas hechas aquellos días en Madrid? ¿Es sólo un capricho de
príncipe poderoso, acostumbrado a satisfacer sus menores deseos, a lograr por
el oro todos sus propósitos? ¿O es quizá, nada más, un engaño, una farsa?
La extrañeza del caso, todo lo que en él hay de novelesco y
desconcertante, es lo que tiene en desconfianza a Anita Delgado y los suyos.
Por un lado, ven la magnificencia de un porvenir extraordinario. Por otra
parte, ven la posibilidad de un engaño. De una a otra idea, el espíritu vacila y
duda, sin apoyo firme en que sostenerse.
La tertulia del Café
de Levante y el cuadro rechazado a Romero de Torres
En el Café de
Levante, en la calle del Arenal, se reúne una «peña» de escritores y artistas.
La preside don Ramón del Valle Inclán. Asisten a ella Enrique y Julio Romero de
Torres, Ricardo Baroja, Anselmo de Miguel Nieto, Penagos...
Esos días tienen para Julio Romero de Torres—un mozo alto, espigado,
apenas cumplidos los veinticinco años—una gallarda emoción de juventud. Se ha
inaugurado la Exposición Nacional de Bellas Artes. Y el Jurado de admisión de
obras ha rechazado algunas por inmorales. Entre ellas. Nana, de José Bermejo, y El
sátiro, de Antonio Fillol. Y una de Julio Romero de Torres: Vividoras del amor.
Este cuadro del pintor de Córdoba es realista y doliente. Un
comedor de burdel, unas mujeres pintadas, una expresión de desgana y tristeza
en los rostros: ese espíritu de melancolía que se esconde siempre en el amor
sin amor. Estampa vulgar y amarga, espejo de un instante de esas «mujeres de la
vida a quienes hay que tratar con caridad». Es ya un fuerte paso primero, un
germen vigoroso de esa especie de tristeza de amor y melancolía de sensualidad
que ha de tener toda la obra del pintor.
La decisión del Jurado provoca una tormenta de ataques, de
comentarios y discusiones. Escritores y artistas se agrupan en torno a Julio
Romero de Torres convirtiendo su nombre en bandera de independencia y de
rebeldía.
Julio Romero y los otros pintores exponen particularmente
los cuadros que les habían sido rechazados. La Exposición se celebra en un
salón de la calle de Alcalá, por el que durante unos días desfilan varios
millares de personas. La decisión oficial sólo había conseguido dar una
vibrante popularidad al nombre del pintor cordobés. Julio Romero de Torres
vende sus Vividoras del amor.
Mientras Pastora
danza y habla Valle Inclán
Por las noches, los hombres de aquella «peña» de Levante
acuden a diario al Central Kursaal. Es el sitio de moda en aquel Madrid de
1906. Tras las representaciones, se come, -se baila y se bebe. Las artistas que
habían trabajado alternan con el público. Para dar más animación a la sala, la
Empresa regala algunos palcos a las mujeres galantes que más se cotizan
entonces en Madrid.
Lo que don Ramón del Valle Inclán admiraba más en el Kursaal era el arte gitano de Pastora Imperio. Pastora baila, entre otros números, un «garrotín», en el que la acompaña un gitano viejo llamado Paquiro. El hombre, al compás del baile, quiere cogerla, mientras ella danza y danza, escapándose, huyendo con pasos y actitudes de una magnífica belleza plástica. La danza tiene mucho de ritual: rito sensual y gitano, apasionado y hondo. Cuando Pastora logra desasirse de los brazos del gitano, éste saca una navaja... Y esto, que interpretado por otros hubiera, seguramente, resultado grotesco, en los bailarines gitanos tiene una fuerza patética que hace pasar por el ánimo de los públicos del Kursaal la emoción suspensa y anhelante de las grandes creaciones estéticas.
Mientras Pastora danza. Valle Inclán habla y habla: palabras de fervor hacia los gestos y las actitudes de la bailarina, cosas bellas inspiradas en aquella belleza de unos brazos y un cuerpo que trazan en el aire todas las ternuras, todas las arrogancias y todas las sumisiones del amor humano. Este número de Pastora hace enloquecer a don Ramón. De su boca, al conjuro de la bailarina gitana, va surgiendo todo un tratado de estética de la danza.
Un drama de amor
entre las mesas del Kursaal.
Esos días, en que la animación de Madrid es mayor que nunca,
por la gente que ha atraído la boda de los reyes, el Kursaal se ve lleno todas
las noches. A su público habitual se une el público forastero. Fornarina, fina, sonriente y rubia, pasa
por entre las mesas, del brazo de Juan
José Cadenas, su nuevo amante. Allá, en la mesa de un rincón de la enorme
sala, Enrique de Mesa sufría al verla pasar. Había roto las relaciones con
ella; pero no había podido romper el amor, que le atormentaba todavía. Allí, en
aquel rincón, seguía con su pena el pobre Enrique. Una emoción de estrofa
campoamoriana pasaba por él cada vez que la veía del brazo del otro: «Ya no
tengo esperanza - de que acabe jamás la pena mía,—pues al perder en ti mi
confianza no he perdido el amor que te tenía...»
Comentarios,
comentarios...
En el mundillo del Kursaal, el tema del día son los
ofrecimientos hechos por el príncipe indio a Anita Delgado. Un raja poderoso y
enamorado que quiere llevarse consigo a una española… Artistas y empleados no
cesan en el comentario del extraordinario hecho. Unos, a favor del raja; otros,
en contra.
Se añaden detalles; se exagera, se desfigura. —Yo que ella
no me iría por nada del mundo,,,
—dice una muchacha morena, olivácea, de rostro agitanado—.
Dicen que esos indios hacen muchas barbaridades allá en su tierra... Y que a
las mujeres las encierran todas juntas...
Un hombre del establecimiento, con aire de enterado, dice
confidencialmente a otro:
—Pues yo te aseguro que él ha dicho que !a pondrá a su
nombre, en el Crédit Lyonnais, la bonita suma de 125.000 francos. ¡Vaya suerte!
Y en otro grupo, una de las artistas del Kursaal dice,
desdeñosa y desconfiada:
—¿Y vosotros os habéis creído toda esa novela? No seáis tontas...
El tendrá todas las mujeres que quiera, y sin necesidad de todos esos francos
que dicen... Es una fantasía...
Comentarios, desdenes, reacciones del amor propio herido.
Mientras dicen que todo es una fantasía, aquellas muchachas del Kursaal escriben
al príncipe indio diciéndole que ellas sí están dispuestas a marcharse con él a
París, a la India o a donde sea...
Un amigo en el
Kursaal
Pero la que él quiere es Anita Delgado, la Camelia. La muchacha, como su hermana, está cohibida por el
ambiente del café. Vive en ellas todavía su espíritu de muchachitas de
provincia, y fatalmente han de chocar con aquel fondo de alegría y de
galantería.
Esto, precisamente—su timidez, su seriedad, su
«provincianismo»—, es lo que hace fijarse en ellas a uno de los contertulios de
aquella «peña» del Café de Levante: a Enrique Romero de Torres. El, con otro
íntimo amigo, argentino, invita muchas noches a las dos muchachas y a su madre,
doña Candelaria Briones.
La madre estima muy sinceramente a Enrique Romero, porque
éste—el hecho no es frecuente allí—sabe tratar a Victoria y Anita con respeto y
delicadeza. Hay, además, en esa estimación una razón de gratitud: hace unas
noches, la Empresa del Kursaal las había despedido, y Romero de Torres, al ver
llorar a las muchachas, habló al representante de la Empresa para que quedase
sin efecto el despido. Así fué. Esta actitud de Enrique había hecho honda y
franca la amistad. Doña Candelaria Briones no tenía secretos para aquel hombre
excelente y leal, y todas las noches, inevitablemente, la conversación entre
ellos venía a parar a los ofrecimientos insistentes del raja. Este no cesaba de
enviar requerimientos a Anita para que se marchara a París.
El mal consejo de un
abogado y la opinión leal de un amigo
¿Cuál era la verdad en los propósitos del príncipe indio?
¿Había en ello una auténtica pasión? ¿Se trataba de un engaño, que podría dejar
una huella de ridículo y de lágrimas?
Doña Candelaria cuenta una noche a Enrique Romero de Torres
lo que ha hecho. Ha ido a consultar el caso con un abogado. Y éste le había
aconsejado que antes de marchar a París firmase el príncipe un documento por el
que se comprometiese a cumplir su promesa.
—Ese abogado—le respondió Romero de Torres—es un
ignorante... ¿No ve usted que al hacerle caso puede verse usted metida en una
situación muy desagradable?
Enrique Romero de Torres razonó esto a doña Candelaria. En
primer lugar, ella no conocía la firma del príncipe. Además, de haberla querido
engañar, lo hubiese hecho con firma y sin ella. Y aun suponiendo que el
documento aquel pudiera ser hecho con todas las formalidades, como el abogado
quería, siempre representaría la venta de una hija, por lo que la madre podría
verse en la cárcel.
Comprendió doña Candelaria la razón de quien les hablaba
así. Entonces, ¿qué hacer? ¿Dónde estaría la verdad? ¿Eran sinceras aquellas
palabras del maharajah?
La buena mujer vacilaba, dudada.
—¿Y cuál es, Enrique, la opinión de usted sobre todo esto?
Hábleme sinceramente, lealmente. Piense si yo querré para mi hija todas las
riquezas del mundo... Pero piense también mi miedo de que todo vaya a acabar en
una burla para nosotras... ¿Qué es lo que cree usted?
Y Enrique Romero de Torres, con su fino ceceo cordobés,
empezó a hablar:
—¿Mi opinión? Esta, con toda lealtad: yo creo que no se trata de un engaño, y que el príncipe está enamorado de veras de su hija, y que por conseguirla está dispuesto a todo.
JOSÉ MONTERO ALONSO