ANITA DELGADO, PRINCESA DE KAPURTHALA (4)

 

Capítulo IV

Bodas reales

Aquel príncipe de Gales que se parecía al emperador de Rusia

MADRID vive horas de fiesta en la víspera de las bodas reales. Las calles rivalizan, al engalanarse, en lujo y en alegría. Flores, cadeneta, farolillos, arcos, músicas. Todos los días los periódicos traen una extensa información de los actos que se preparan. La boda se celebrará el último día de Mayo.




Es enviado a Madrid, desde Inglaterra, el pastel de la boda, conforme al uso tradicional inglés. Hoteles y casas de pensión van llenándose. De todas partes afluyen gentes a la capital. Las calles tienen animación de feria. Llegan las personalidades extranjeras que van a asistir en nombre de sus países a las bodas reales. Príncipes de las cortes europeas: el príncipe de Gales—que pocos años después será Jorge V—, el príncipe Alberto de Prusia, el príncipe heredero de Grecia, el príncipe heredero de Bélgica, el heredero de Austria-Hungria, el heredero de Portugal... Del príncipe de Gales—Jorge Federico Ernesto—dicen los periódicos que «es rubio, delgado y se parece mucho al emperador de Rusia; lleva barba rubia...».

Un príncipe de cuento oriental

En la comitiva que, presidida por el príncipe de Gales, ha venido a Madrid en representación del rey de Inglaterra Eduardo VIl, figura el maharajah de Karputhala.

Es un hombre de unos cuarenta años, alto, fuerte, arrogante. La piel tostada y los ojos grandes y febriles. Los ojos de los madrileños se clavan con curiosidad en aquella figura exótica, que trae al ambiente español, tranquilo y plácido, la visión de unas tierras lejanas, envueltas en leyenda y en misterio.

—Es un rajah de la India—dicen, al verle pasar—.

De esos que cazan montados en elefantes y que se casan con muchas mujeres...

Se le había visto por las calles madrileñas en un coche de Palacio. Sobre la cabeza, un gran turbante de muselina, con un airón de plumas en la frente, prendido con un broche de esmeraldas magníficas. En el pecho, unas cuantas condecoraciones brillantes. Al cinto, el yatagán, con piedras preciosas en el puño y en la funda.

Las gentes volvían la cabeza, al verle pasar. Hay en él, en su arrogancia, en sus joyas, la emoción del Oriente lejano. Una luz de leyenda brilla en aquellos ojos sombríos, bajo el gran turbante de color.




La princesa Ena está en España

La corrida de la Prensa: Fuentes, Montes, Bombita y Machaquito. Se organiza en Madrid una Liga contra el duelo. Traen inquietas a las tierras de la Mancha algunos bandidos, que cometen secuestros de importancia.

Ya está en España la princesa Ena de Battenberg. El rey novio fue a buscarla a Irún. Los cañonazos del fuerte de Guadalupe indicaron que el tren que conducía a la princesa pasaba ya el puente internacional. Cuando descendió la futura reina, ya en tierra española, hubo en todos un silencio emocionado. Después, tras la revista a las tropas, tras las presentaciones, el clamor delirante de la multitud. Arrancó el tren real, entre vítores y cañonazos. En todas las estaciones se reproducía el entusiasmo popular. Al atardecer de un diáfano día de primavera, el tren de los novios llegaba a un apeadero construido en El Plantío. Después, la princesa Ena, su madre y la madre del rey, marcharon al Pardo en un landeau. Al lado derecho del carruaje, a caballo, el rey.

Allí, en el palacio del Pardo, estaría la princesa Ena hasta el día de la boda. Autoridades y comisiones van desfilando ante la que va a ser reina de España. Llegan de todas partes felicitaciones y regalos. Llegan, también, algunas súplicas. Allá, en Badajoz, un hombre va a morir, y toda la ciudad se dirige a la princesa pidiéndole que salve aquella vida, para que no haya ninguna sombra dramática en la alegría de las bodas reales...

El hombre que escuchó alzar su propio patíbulo

Este reo de Badajoz se llama Femando Lavera. Ya ha habido, con motivo del regio enlace, algunos indultos de condenados a la última pena. Pero en éste la sentencia se va a cumplir. Se ha gestionado el indulto; pero el indulto no llega. Empiezan a cumplirse las tristes formalidades para la ejecución de la sentencia. El reo es conducido a la capilla. Una emoción de luto llena a la ciudad ante el drama inminente. Van a Madrid nuevas peticiones apremiantes. Mas la respuesta no llega, y las horas que pasan tienen un ritmo cada vez más lúgubre.

Ya se está alzando el patíbulo. El reo oye desde la capilla el martillear sobre la madera. Cree enloquecer. Con los ojos desorbitados pide que cesen aquellos trágicos golpes, que están sonando sobre su corazón. Llega al reo, viva y tangible, toda la emoción de su muerte inmediata. En el rostro de los que le acompañan en esas horas lentas y angustiosas está pintado el mismo dolor.

Pasa el tiempo. Es una noche interminable. Faltan cuatro horas para la ejecución. Faltan tres. Faltan dos. Ya la desesperanza está en el ánimo de todos.

Todo está listo para el cumplimiento de la sentencia. El patíbulo espera. Falta una hora nada más. Y, de pronto, cuando todo era un silencio sombrío, cuando la tragedia se pintaba en todos los rostros, llega el indulto. Es la princesa la que lo ha conseguido. La alegría se hace lágrimas en todos. El condenado salta, grita y llora. Un clamor de alegría recorre las calles. La multitud lleva en hombros al defensor. La gente le besa, con los ojos húmedos de lágrimas. No cesan los vivas al rey y a la que va a ser reina. Ya las bodas reales no tendrán sobre los azahares cándidos de su alegría la sombra de un drama.

En un palco del Central-Kursaal

Aquel maharajah de Kapurthala que Madrid había visto pasar por las calles con su gran turbante y sus condecoraciones sobre el pecho, en un coche palatino, vive esclavo de los ojos de una española. Esta española, espigada, casi una niña aún, es morena clara y tiene unos ojos grandes, negros y un poco tristes. Baila—falda corta y roja, en forma de campanilla—con su hermana sobre el tablado del Central-Kursaal. Su número, el primero del programa, es insignificante y pasa casi inadvertido. Los aplausos mejores de la noche son para las cancionistas y las bailarinas de después.

Pero ese número que para el público pasa casi inadvertido es el mejor de la noche para el maharajah indio que ha venido a la boda del rey. Los ojos dominadores del príncipe exótico se clavan apasionadamente en la menor de Las hermanas Camelias. No pierde ninguno de los gestos y los movimientos de la bailarina.

Aquel día del susto y de las lágrimas—al sentir la muchacha sobre sí la mirada fulgurante del maharajah—, Anita Delgado inició su trabajo sin que pudiese apartar de su recuerdo la figura del extraño personaje. Había empezado a bailar, y de pronto vio que desde un palco la miraban de nuevo, fijamente, aquellos ojos profundos. Y esta vez, en el ánimo de la bailarina no hubo aquel susto de por la tarde, en el primer encuentro.

El maharajah invita a almorzar a Anita Delgado

Al día siguiente, Anita ve también en el palco al maharajah. Y al otro día. Los ojos del príncipe exótico no se apartan de la figura de la bailarina, de sus gestos y sus movimientos. Después de la actuación en el escenario, a primera hora, Las Hermanas Camelias y su madre acostumbran a situarse en un palco bajo, destinado a las artistas que han trabajado ya. Tras la fila de estos palcos corre un pasillo a lo largo del local. Algunos amigos de Las hermanas Camelias, que asisten frecuentemente al Frontón, se sitúan allí, en el pasillo, cerca del palco de las muchachas. Entre esos conocidos de las hermanas Delgado están Leandro Oroz, Enrique y Julio Romero de Torres, Ramón del Valle-Inclán, Anselmo Miguel Nieto, Ricardo Baroja...

El rajah va con su séquito a un palco del piso principal. Reiteradamente invita a  Las Hermanas Camelias a que pasen, concluido su trabajo en la escena, al palco que él ocupa. Ellas van con la madre. El maharajah apenas habla. Mira en silencio, obstinadamente, a Anita.

El intérprete del príncipe expone a la muchacha los deseos de Su Alteza. Quiere llevarse consigo a Anita a París. Se casarán. El la dará una dote de verdadera importancia...

—No, no... De ninguna manera...

—es la respuesta de Anita Delgado.

El maharajah calla, sin dejarla de mirar.

Una noche, en el palco, la invita a cenar, después de la función. No acepta ella. El príncipe habla de nuevo. Y el intérprete traduce:

—¿Y a almorzar?... ¿Vendría usted a almorzar con Su Alteza?

Ella consulta rápidamente con la mirada a la madre, a la hermana mayor.

—Sí... Si es a almorzar, sí... Siempre, naturalmente, que vayan conmigo mi madre y mi hermana...

El intérprete se lo comunica al príncipe. Este perfila una sonrisa en sus dientes grandes blancos.




El almuerzo en el Hotel París

Él se hospeda en el Hotel París, en la calle de Alcalá, esquina a la Puerta del Sol. Allí almuerzan, al día siguiente de aquella noche, todos. Y una vez más, el intérprete habla a la muchacha de los deseos del príncipe indio, de la boda, de la dote... Y una vez más, ella rechaza las proposiciones. Le asusta verse lejos de los suyos, lejos de España, a solas con aquel hombre extraño, en un país de costumbres desconocidas, quién sabe si bárbaras y terribles...

—No, no; de ninguna manera...

Acaba el almuerzo. Se habla de la boda del rey, ya inmediata. Todo Madrid está vistiéndose de fiesta para el gran acontecimiento. La ciudad es un latido emocionado e impaciente. Las calles desbordan de júbilo.

La voz del intérprete vuelve a sonar:

—Su Alteza me indica que si ustedes quieren ver el desfile de la boda, pueden venir aquí. Desde los balcones del Hotel se verá todo perfectamente...

El cortejo de las bodas reales, ba¡o el sol de Mayo

 Treinta y uno de Mayo. Tras una noche de fiebre, Madrid ha saltado a las calles ruidosamente. Risas, gritos, cohetes, campanas, músicas. Todos se conocen, todos se hablan con esa cordialidad y ese acercamiento que da el sentimiento común, la participación en una misma alegría.

Las tropas cubren la carrera. El sol brilla sobre los uniformes y las armas. Hay  toques frecuentes de clarines, galopes de caballos sobre el suelo enarenado.

Las hermanas Delgado y sus padres han madrugado para presenciar el paso del cortejo nupcial desde los balcones del Hotel París. Las calles desbordan de público. Hay colgaduras en los balcones, y las campanas y los cohetes no cesan de cantar. La limpia mañana de Mayo se ha vestido sus oros mejores para ver el desfile de la comitiva.

Un clamor de ovaciones acompaña al rey y a la que es todavía su prometida, cuando marchan desde Palacio a la iglesia de San Jerónimo. Celebrada en este templo la boda, los reyes emprenden el regreso a Palacio. Por la calle de Alcalá suben hacia la Puerta del Sol. Tras las tropas que cubren la carrera se apiña la multitud. En los balcones se aglomeran mujeres con mantillas blancas. Bajo el cielo azul de Mayo cantan los clarines infatigablemente.

Anita Delgado contempla emocionadamente, bajo los balcones del Hotel París, el desfile del cortejo. Caballos, uniformes, carrozas. Sol de primavera sobre las espadas y las condecoraciones. Vítores, pañuelos que se estremecen en el aire quieto de la mañana...

Un estremecimiento sacude a la multitud. Las cabezas se alzan, queriendo ver mejor.

—¡Ya vienen! |Ya vienen!...

Es la carroza real que se acerca. Suena más vibrante la Marcha real. Aplausos y vítores se suceden incansablemente, más fuertes cada vez. El griterío se expande por toda la Puerta del Sol. Tabletean las ovaciones, y tras las ventanas de la carroza de la corona, los reyes sonríen y saludan, con una sonrisa emocionada y feliz.

Otras carrozas tras la carroza real. Uniformes, trajes de corte. La comitiva avanza lentamente. El entusiasmo alcanza su expresión máxima cuando el coche de los reyes cruza la Puerta del Sol, camino de la calle Mayor. No se le ve ya, y aún, bajo los balcones de Anita Delgado, está pasando la comitiva. No cesan de voltear las campanas, y la mañana, de tan alegre y luminosa, parece como embriagada...

Anita penetra de nuevo en la habitación del Hotel. Sus ojos están fatigados del sol, de los oros, de los uniformes, del brillo de las armas. Se siente aturdida bajo el clamor de los vítores y de las músicas que aún resuenan.

Una princesa extranjera es ya reina de España por el amor. Subconscientemente, ella piensa también que podría ser princesa en un trono extranjero, lejano. Es bello aquel fervor de la multitud, aquel desfile entre un pueblo que cree y que espera. Es bello sentirse halagada y querida...

Pero el pensamiento apenas dura un instante. No. Anita Delgado no se casará con el príncipe indio de Kapurthala.  

                                                                                    JOSÉ MONTERO ALONSO