María dijo
“A bailar” y vaya si bailó. Inundó el escenario con toda la gracia y
espontaneidad gaditana y todo el arte de Sevilla. Fue un derroche de
sentimiento y fuego, vida y pasión. Se entregó en cuerpo y alma. Disfrutó y nos
hizo disfrutar. Que ese debe ser el fin de todo recital de baile. La vimos
sentir, rebuscarse en sus adentros y expresar todo lo que sentía. Ese era el
único argumento del recital. Un recital en el que hubo bailes conocidos, bailes
nuevos y gérmenes de bailes futuros.
Comenzó
vestida de negro y envuelta con un mantón blanco. El mantón cobró vida y echó
a volar. Era una paloma etérea revoloteando a su alrededor. Una imagen plástica
que nos cautivó. El preludio del primer estreno de la noche: la milonga.
Siguió un
original diálogo con Roberto Jaén. Cajón y palillos. La semilla de un futuro
número seguida de la soleá de “La Concepción”, estrenada en la pasada Bienal.
Lució brazos y pies con esa preciosa escobilla que la identifica. En todo el
recital usó los dos pies, como está mandado. No como esas zapateadoras de hoy que
parece que solo tienen pies y encima son cojitas —se llama “coja” a la que solo es
capaz de hacer determinados movimientos con un pie—.
Luego otro
estreno: la cartagenera-taranta. Otro prodigio
de sensibilidad. Y un nuevo diálogo a
base de palmas y pies entre María y Roberto. Cerró el recital por bulerías. Se puso un
vestido negro con lunares rojos y un ramito de romero en el pelo, se quitó los zapatos y
vivió la fiesta dionisíaca con la mayor naturalidad, como si estuviese en las mismísimas
arenas de su Cádiz.
Atrás dos
maestro del cante para el baile, Enrique el Extremeño y Pepe de Pura y una
magnifica guitarra, la de Juan Requena. Con ellos, Roberto Jaén, su paisano y
su cómplice, que se encargó del cajón, de las palmas y hasta bailó con María.
Y para
terminar, una confesión: a mí “A bailar” me supo a poco.
José Luis Navarro
Fotos: Remedios Malvárez