Capítulo XXIII
CACERÍAS
Con el maharajah de
Kotah.
TRAS el viaje a Norteamérica, Anita Delgado vuelve a su
existencia habitual, repartida entre Kapurthala y París. Durante sus meses de
estancia en la India, viaja, caza, monta a caballo y juega al tenis.
Uno de estos viajes es a Kotah, cuyo maharajah ha dispuesto
para sus huéspedes una gran residencia, rodeada por un jardín de estilo
francés. Desde ese palacio, Anita Delgado y su esposo van en coche hasta un
lago artificial que hay a unos cuantos kilómetros. El lago, pequeño y bello,
está rodeado por una gran selva en la que se caza el leopardo.
El maharajah de Kotah es un hombre inteligente, de espíritu
moderno y amplío. Sin embargo, en cuanto a tradición y costumbres, es rígido y
ortodoxo. Por esto no come con sus invitados los príncipes de Kapurthala. Sólo
puede hacerlo con los de su misma casa.
Vive en un palacio en que se mezclan lo moderno y lo hindú.
Pieles de tigres matados por él mismo decoran las estancias. El maharajah es un
cazador formidable, y los recuerdos de sus cacerías llenan su residencia
habitual.
Hay, además, otro palacio, situado en el centro de la vieja
ciudad indígena. Es donde se celebran las grandes fiestas de la corte. Es
verdaderamente suntuoso: decoración de una gran riqueza, viejas pinturas
maravillosas, miniaturas en oro y marfil. Algunas veces reside el maharajah en
este palacio, en el que ha hecho construirse, para su uso privado, varias
habitaciones de estilo y confort europeo,
en vivo contraste con acento hindú del resto del palacio.
—Nadie de país distinto al mío visitó aún este palacio—dice
el maharajah de Kotah.
Él mismo acompaña a los príncipes de Kapurthala en la visita
a la vieja residencia.
Rugidos en el jardín.
El palacio en que vive habitualmente el maharajah de Kotah
tiene un gran jardín. Al llegar a él Anita Delgado, unos rugidos cercanos la
estremecen. Son unas fieras, que viven allí, encerradas en unas jaulas enormes.
Un tigre y un león son, sobre todo, los favoritos del maharajah.
—En varios años que llevo en la India, no he tenido aún
ocasión de ver cacerías de verdaderas fieras—-dice la española, mientras
contemplan las panteras, los tigres y los leones encerrados en las jaulas.
En honor de sus huéspedes, y pensando especialmente en lo
que ha oído a la princesa, el maharajah de Kotah organiza una cacería de
fieras.
—Pero antes—dice a la maharaní—quiero que vean ustedes la
lucha entre un jabalí y una pantera. Es un espectáculo emocionante. A mí me
gusta mucho. A mis oficiales les apasiona tanto, que entre ellos hacen a veces
apuestas en favor de uno u otro animal.
La lucha de la
pantera y el jabalí.
El sitio de este extraño combate está a unos kilómetros de
la ciudad. Es una hondonada, una fosa abierta verticalmente en el terreno. Los
espectadores se sitúan en los bordes altos de la fosa, adonde, naturalmente, no
pueden ascender los animales que luchen.
Anita Delgado se siente emocionada ante la lucha inmediata.
Los servidores del maharajah sueltan la pantera. Después, el jabalí. En cuanto
la pantera ve a éste, se lanza ágilmente sobre él, cogiéndolo por la garganta.
Los agudos aullidos del jabalí rasgan el silencio con que todos siguen el
combate. La pantera ha atenazado terriblemente a su enemigo.
Anita Delgado no puede dominar sus nervios. El jabalí parece
vencido, muerto.
—¡Que los .separen ya! ¡Que los separen!
Se logra separar a los dos animales combatientes. La
princesa respira, libre de aquella pesadilla cruel. Sin embargo, apenas se ve
suelto el jabalí, carga sobre la pantera, con una fuerza increíble. La pantera
es grande, y, sin embargo, ahora es dominada por su enemigo. Nadie podría imaginar
tan formidable fuerza en el jabalí. La lucha es ahora más bárbara y encarnizada
aún que antes. Anita Delgado siente pena de los dos animales que se están
destrozando. El dolor vence en ella al interés por la lucha. No quiere ver el
final de ésta, y se retira.
Una cacería en las
márgenes del río.
La española aguarda impacientemente el momento de la cacería
de fieras. Hay en Anita Delgado una mezcla de inquietud y de alegría, de temor
y de gozo. La proximidad del peligro la emociona.
Van todos los que han de tomar parte en la cacería hasta las
márgenes de un rio. Una vez llegados, suben a bordo de un barco pequeño.
Entonces, al verse sobre cubierta, del ánimo de la española desaparece toda
sensación de peligro. Hasta el barco no podrían llegar, a través del río, las
fieras. Es una mañana limpia, seca y ardiente. El río, bajo el sol fuerte,
tiene cabrilleos brillantes, transparencias maravillosas. La vegetación es
áspera y espléndida. Hay tigres por estos terrenos, La fiera más abundante es,
sin embargo, la pantera. Todos los días, por la mañana, las fieras van bajando
a las márgenes del río para beber.
El barco avanza lentamente, entre un silencio hondo. El
ruido más leve podría espantar y alejar a los animales que se acercasen a las
orillas del río.
Una brisa suave estremece débilmente las hojas de los enormes
árboles.
Sólo se escucha el piar de los pájaros innumerables en la
mañana quieta y azul.
La soledad es absoluta. Nadie habla. Con la mirada, con el
gesto se transmiten sus sensaciones los que van en el barco. Una profunda
ansiedad les domina. Sus miradas están fijas, anhelantes, en las orillas del
río. Nada delata la proximidad de ninguna fiera.
JOSÉ MONTERO
ALONSO