Capítulo XVII
La vida de la española en Kapurthala
Un Palacio nuevo
De todos estos viajes ha traído recuerdos a su Palacio el
maharajah. Sedas, idolillos, marfiles. Pero de toda su vida viajera, lo mejor
es este capítulo empezado a vivir por él en España, bajo el cielo madrileño de
Mayo. De España se trajo el amor de una mujer. Esto era mucho más que un
recuerdo. Era una realidad palpitante y bella. Para esta mujer, a la que había
hecho su esposa, quería el maharajah un Palacio nuevo. Aquel Palacio en que
ahora estaba equivalía a su vida de ayer, a su pasado, a los días en que él no
la conocía aún. La princesa española merecía una residencia distinta, nueva
también, como aquel amor románticamente comenzado.
Va a construirse en Kapurthala el nuevo Palacio. El
maharajah consulta planos, estudia modelos, añade detalles. Y pronto ve Anita
Delgado cómo empieza la construcción de la residencia. En este edificio no
habrá huellas del pasado, y sus paredes no conservarán, inmaterialmente, el eco
del ayer del maharajah. Será ella la que inaugure el Palacio, ella la que le
preste alma y sonrisas. En esa residencia, en que se funden la suntuosidad
oriental y el confort europeo, todo
cobrará una gracia inédita al paso de la princesa andaluza.
La naturalidad en lo
maravilloso
Vivir en Málaga o en Madrid no es vivir en la India. Saltar
de Occidente a Oriente es salvar un abismo profundo, es cambiar totalmente de
paisaje y de ambiente. Anita Delgado, fina flor occidental, empieza a vivir su
nueva vida con la misma naturalidad con que anteriormente, en Madrid y en
París, había vivido la emoción novelesca de ser amada por un príncipe exótico.
Vive ahora bajo la magia
fastuosa del Palacio de Kapurthala, y le parece que estos días son la
continuación lógica de aquellos otros en que paseaba por la Alameda de Málaga o
en que bailaba sobre un tablado madrileño. La vida ha sido para ella, desde
aquellos días—no hace aún un año- de la boda del rey en Madrid, un camino de
sorpresas. Un desfile constante de ambientes nuevos y de nuevos rostros. Ella
asimilaba todo, se adaptaba a todo con una maravillosa facilidad. El mismo
maharajah queda a veces sorprendido de que ese cambio profundo se haya hecho
tan sencillamente. La cara de Anita Delgado refleja de modo constante una gran
alegría; pero nunca se puede leer en ella el asombro y el estupor. Ante ello,
el maharajah, frecuentemente, dice a la que es ya su esposa:
—¿Cuándo me dirás que algo logra llamarte la atención?
La vida oficial y la
vida del pueblo
La vida en el Palacio de Kapurthala está europeizada. Se
come a la europea, se viste a la europea... Sólo en los días de gala, de fiesta
o de recepción en la corte, se visten los trajes indios. Con ellos, la
hermosura de Anita Delgado cobra toda su seducción. Sus ojos grandes,
profundos, un poco melancólicos, adquieren una luz de mayor misterio. Entre las
finas sedas orientales, la silueta esbelta y señorial de la española logra su
máxima majestad.
El idioma que hablan los nuevos esposos es el francés. Si la
corte está europeizada, no así el pueblo. Este viste al modo tradicional indio,
y conserva los usos y las costumbres de típica raigambre popular. Cuando Anita
Delgado, a medida que pasan los días, va conociendo el espíritu de su estado,
no puede menos de sonreír al recordar lo que sobre la India, y más
concretamente sobre Kapurthala, había oído en Madrid:
—Allí no están civilizados. Usan los venenos constantemente
—El cortar cabezas está allí a la orden del día.
—Los maharajahs, cuando se cansan de las mujeres, las mandan
matar.
¿Qué quedaba ante la realidad de todas aquellas fantasías?
¿Dónde estaba el pueblo salvaje que la habían pintado para atemorizarla? Anita
Delgado era feliz y se encontraba a gusto entre aquellas gentes de Kapurthala.
Se sentía querida por todos: amor apasionado en el maharajah, amor de respeto y
de obediencia en los subditos...
Las otras
La sombra de los celos altera alguna vez esa felicidad
sonriente de la princesa. Sólo a ella quiere el maharajah; sólo con ella vive.
Pero Anita Delgado no puede esquivar en algún momento el recuerdo de las otras, de las que antes le amaron,
de las que acaso le aman todavía. Del amor de él está segura. Pero las otras están también allí, en
Kapurthala, como un vivo testimonio del pasado. Conforme a la ley india, ningún
hombre puede abandonar a la que fue un día su mujer. Ha de seguir
manteniéndola, aunque, en realidad, esté roto el vínculo que les unía.
Anita Delgado no ve a esas otras mujeres que habían sido
antes del maharajah. En el Palacio oficial está ella sola. Las demás viven en
otras residencias y, por ser indias, no pueden salir a la calle, no pueden
dejarse ver. La española no conoce a ninguna de las que la habían precedido en
el corazón del maharajah. Sabe, sin embargo, que están allí cerca, y esto pone
a veces como una nubecilla ligera y pasajera en su corazón de diez y siete
años.
La vida de la
española en Kapurthala
Anita Delgado comienza pronto su vida diaria. Sale muy de
mañana de Palacio con el maharajah. Marchan a pasear a caballo. Después van a
cazar a los montes. Les acompañan los secretarios del príncipe, las damas de la
princesa, los criados... Llevan también consigo unos chacales amaestrados, de
gran lealtad, de magnífica eficacia en las cacerías. Corren liebres, perdices,
codornices, gamuzas, zorros... De tarde en tarde, alguna cacería de más importancia
y riesgo: tigres, leones, osos...
Por la tarde, el deporte. Anita Delgado es una gran jugadora
de tenis. Pescan, patinan, juegan al polo o al billar. Aniñada, sonriente, la
española conquista la adhesión de cuantos la tratan. Tanto en su vida oficial
como en los bastidores de ésta, en su parte más íntima y sencilla, sin las
rigideces de la etiqueta, Anita Delgado sabe hermanar la majestad con la naturalidad,
el señorío con la efusión. Es cortés y es buena. El respeto que los demás—corte
y pueblo—sienten hacia ella en los primeros días va tornándose, después, en devoción
espontánea y fervorosa.
La religión
La princesa tiene dos damas de compañía europeas, y tiene
una doncella española; Aurora. Además, su religión continúa siendo allí la
católica, como lo había sido en España y en Francia. En el Palacio de
Kapurthala, sus oraciones son las mismas que rezaba allá, en Málaga, cuando
estudiaba en el convento de las Esclavas. El príncipe la deja en esto en una
libertad absoluta, mientras él, naturalmente, sigue las prácticas religiosas
indias.
El divino temblor
La española va contando todo esto a sus padres, a su
hermana, cuando les escribe desde sus estancias del Palacio de Kapurthala.
Anita Delgado tiene una letra fina, grande, airosa, señorial; letra de mujer
sensible y distinguida.
Esas impresiones que ella va contando en cartas a los suyos
tardarán en llegar allá casi un mes. España le parece a Anita Delgado lejos,
muy lejos. ¿Cómo la recordarán a ella ahora en los hogares de Madrid, en las
tertulias y los teatros de Madrid?
La suave mano va trazando palabras y palabras: «El maharajah
es muy bueno conmigo y me quiere mucho». «El país es muy pintoresco». «He
visitado unos templos antiguos, y he quedado maravillada». «Ayer fuimos a cazar
tigres». «Nos pasamos toda la mañana jugando al tenis». «Soy feliz, muy feliz».
Vida activa, deporte, caza. Anita Delgado es incansable. Su
juventud triunfa de todas las fatigas, de todas las duras jomadas. Un día, sin
embargo, ha de cesar en este ritmo presuroso e incansable. Ha de empezar una
vida más quieta. Ha de rodear sus horas de silencio y de reposo. Porque ya
palpita en sus entrañas el temblor nuevo, inefable, de un hijo.
JOSÉ MONTERO
ALONSO