Capítulo XVI
Cómo se casa Anita Delgado
con el maharajah de Kapurthala
La ceremonia de la boda
Sobre lo alto de aquel cerro se ha levantado una
construcción ligera, hecha con troncos de árbol y telas ricas y brillantes.
Parece una tienda de campaña. Ante ella hay encendida una gran hoguera. (El fuego,
una vez más, símbolo y cifra de la vida en estas tierras de misterio y de
leyenda).
A la puerta de la tienda, entre ésta y el fuego, está el jurú, un sacerdote de venerable barba
blanca, con un enorme libro ante sí.
Los soldados cruzan en lo alto sus lanzas, formando con
ellas un largo arco, bajo el que van pasando Anita Delgado y el maharajah. Van
descalzos los dos, y descalzos asisten a las distintas fases de la ceremonia.
Sobre el fuego se echan granos de arroz, como exige el rito
nupcial. Después, los novios se pesan, y dan a los pobres una cantidad en
relación con el peso de cada uno. Anita Delgado está delgada; en medio de la
solemnidad del momento, no deja de sonreír mentalmente ante ese hecho del peso
y del dinero. Ella da a los pobres mucho menos que el maharajah.
Después, el jurú
empieza la lectura de su libro. Lee por páginas distintas, dirigiéndose a los
dos novios, descalzos ante él. Anita Delgado y el maharajah se cambian las
arras (éstas son pulseras). Los dos van vestidos de fuego. El jurú los declara casados, y acaba la
lectura del gran libro. Son las cinco de la mañana, y un sol de oro arranca
destellos a las sedas de colores múltiples y a las joyas prendidas sobre los
turbantes.
La española que es ya
princesa de Kapurthala
Anita Delgado es ya princesa de Kapurthala. La comitiva
emprende el regreso hacia Palacio. Los que son ya esposos pasan de nuevo bajo
el arco formado por las lanzas do los guerreros. Otra vez oí clamor de la multitud,
las músicas extrañas, las esencias lanzadas mientras avanza el cortejo.
Mientras, en Palacio, se celebran las recepciones oficiales
que siguen a la boda y la presentación de la nueva princesa a las
personalidades que han venido de los otros Estados —Baroda, Patiala, Bikanes,
Odaipur...—, fuera, en la calle, no cesa el júbilo de la muchedumbre. Se
improvisan danzas, al son de los más raros instrumentos. Se ríe y se canta. Por
la tarde hay ya, organizadas oficialmente, fiestas para el pueblo. Hasta Anita
Delgado llega toda esa alegría de la multitud, mientras la muchacha, princesa
ya, vive una de sus horas más felices y piensa un poco en su España lejana.
Los amores del
maharajah
Cesa el clamor popular; muere el eco de las músicas; a los
lujosos trajes de gala suceden los trajes habituales; se extingue el rumor de
fiesta que alteró por unos días la vida sencilla del Estado de Kapurthala.
Celebrada la boda, su recuerdo vive aún durante mucho tiempo
en el espíritu de las gentes. La belleza de la nueva princesa inspira elogios y
conversaciones. Se habla de España como de un remoto país de leyenda.
Hasta entonces, todas las princesas del Estado habían nacido
allí, en Kapurthala. El maharajah se había casado seis veces. Y de estos
matrimonios tenía algunos hijos. En aquel país, el hombre puede casarse varias
veces, aun en vida de sus esposas anteriores. Lo que no puede hacer es
abandonar a éstas. El sostenimiento de la mujer separada del marido—no
divorciada, puesto que esta ley no existe allí— continúa corriendo a cargo del
hombre, y no importa que éste se case de nuevo.
Este es el caso del maharajah. Casado antes con varias
mujeres, no puede abandonarlas. Ellas viven aparte, roto ya todo vínculo con el
que un día fue su esposo. Mas, económicamente, siguen dependiendo de él, que,
conforme a la costumbre y la ley indias, no puede abandonar en ese sentido a
las que habían sido sus esposas.
Anita Delgado es la primera princesa extranjera en
Kapurthala. Ha llegado al trono, traída por el amor, desde una lejana tierra de
ensueño. El corazón del príncipe la arrancó a lo que era la vida habitual de la
muchacha, y la trajo aquí para empezar una nueva y excepcional existencia. Con
ese certero instinto popular que pocas veces se equivoca las gentes de
Kapurthala piensan que aquel amor va a dejar una huella honda en el corazón del
príncipe. Esta pasión no pasará por el espíritu del maharajah tan rápidamente
como otras pasaron. No es el capricho, no es la ilusión fugitiva de un día. Un
amor alto y fuerte ha encadenado esta vez al maharajah a los ojos negros de una
muchacha andaluza.
El arte de saber ser
princesa
Todo este ambiente nuevo, todo este tránsito hacia una vida
desconocida, ¿cómo operan sobre el ánimo de Anita Delgado? ¿Cuál es la reacción
de ésta ante ese cambio de decoración y de ritmo en su existencia de
muchachita? Hubo otras españolas que conocieron un cambio profundo en sus días.
Anita Delgado—primero, en París; después, en la travesía; en la India ahora—ha
recordado muchas veces la gran figura de la emperatriz Eugenia de Montijo, la
granadina que reinó sobre los franceses. Pero el tránsito, en ese caso, de
España a Francia, no había sido tan hondo como el de España a la India. El ambiente
es mucho más distinto, y las costumbres no se parecen en nada a las de
Occidente. Otro paisaje, otra religión, otro espíritu... La reacción, por
fuerza, ha de ser más viva.
Y, sin embargo, en la española que ha llegado a princesa de
Kapurthala no hay, por todas estas cosas de maravilla que han transformado su
vida, el asombro y el estupor que habría en otra. Ella sigue encontrando
natural todo esto, y su corazón lo acepta como si ése fuera, efectivamente, su
destino. Como en París, ahora, en Kapurthala, Anita Delgado continúa siendo un
admirable caso de asimilación, de identificación. Su gran secreto es la
naturalidad. Sabe ser princesa naturalmente, sencillamente, como si siempre lo
hubiera sido. No es la suya una majestad afectada, forzada, aprendida, sino espontánea
y graciosa, como nacida con ella misma. El maharajah, muchas veces, sin que
ella se dé cuenta, se queda mirándola, en una gozosa contemplación de cómo la
muchacha, en el gesto, en la actitud y en la palabra, ha sabido identificarse
con la nueva vida. Ella es casi una niña aún. Y el maharajah siente el orgullo
de lo que es en parte creación suya; en la formación y la transformación de la
españolita ha intervenido él, y esto, muchas veces, pone una sonrisa feliz en
el rostro moreno y fuerte del maharajah.
El Palacio de
Kapurthala
El Palacio en que los príncipes residen es grande y bello.
Amplios salones, tapices suntuosos, jardines por los que es grato pasear, al
atardecer, cuando la fatiga de la hora apaga el intenso calor de la jornada.
Los soldados—rostro tostado, expresión grave y rígida bajo el vivo
turbante—hacen la guardia de la residencia.
En este Palacio vivió el príncipe hasta ahora. Aquí trabaja
y aquí descansa de sus viajes frecuentes. Es un gran viajero. Europa le seduce:
su confort, su civilización, su espíritu. Al mismo tiempo, el misterio y el
color de su tierra oriental, de todo ese mundo tan distinto en paisaje y en
alma, le embruja también. El viaja siempre que puede. París o Londres, unas
veces. Otras, la India inmensa, que nunca se acaba de conocer; sus ciudades
sagradas, sus cacerías peligrosas, sus grandes ríos, sus puertos abiertos a
todas las rutas del mundo, sus templos milenarios, sus ruinas doradas por un
sol de siglos...
JOSÉ MONTERO
ALONSO