Capítulo II
Dos mocitas de Málaga, en el Madrid
de hace treinta años
El traspaso del Café de la Castaña
Van mal las cosas para el dueño del Café de la Castaña. Ángel Delgado se preocupa. Su lucha no es la lucha independiente y libre de un hombre solo. Su casa, su mujer y sus hijas están tras de él, llenándole de responsabilidad, haciendo inquietas sus horas. La esposa y las muchachas sorprenden a veces en él esos silencios concentrados del que tiene ante sí una angustia.
—Verás cómo las cosas se arreglan—le dice su mujer poniendo un acento de fe y de confianza en su viva charla malagueña. Mas la situación se va ensombreciendo. Y el padre decide un día traspasar el café, para intentar nuevos rumbos, para salir de unas horas que cada vez llegan más cargadas de dificultades.
Ya Ángel Delgado no es el dueño del Café de la Castaña. Intenta nuevas actividades, planea otros negocios, quiere emplear en proyectos distintos el dinero del traspaso. La suerte, sin embargo, parece de espaldas a él. Una solución más radical se impone; el cambio de ambiente, el adiós a Málaga, donde la lucha es cada día más áspera. Muchas cosas de su vida y de su corazón quedan allí, en aquella ciudad—mar y sonrisa— en que las hijas habían nacido y crecido. Pero solo esa solución cabe: cortar radicalmente con el pasado y mirar hacia un nuevo horizonte. Otra vida, distinta de la vida de hasta entonces.
El plan madura, se cuaja. El padre dice un día a las chiquillas:
—Y si nos fuéramos todos a Madrid? ¿Os gustaría?
Victoria y Anita palmotean de júbilo. Para su espíritu de provincianitas que no han salido nunca de su rincón malagueño, el nombre de Madrid tiene una luz de embrujamiento.
De Málaga a Madrid
El matrimonio y las chiquillas marchan a Madrid. «Dicen que no son tristes— las despedidas...» Al partir de Málaga, Ángel Delgado se siente inevitablemente un poco triste. Deja tras de sí muchas cosas y marcha hacia lo desconocido. ¿Qué le espera en la nueva ciudad? Málaga va quedando detrás, lejos. Málaga, con su garbo y su sol, sus mocitas trinitarias y percheleras, sus cafés de cante y baile—el Turco, el Chinita...—; Málaga, con el encono de sus luchas políticas, con la fiebre combativa de sus periódicos: La Información, La Unión Conservadora, Luz y Sombra... Málaga, sonriente, espumosa, ligera, con sus pregones y sus coplas, sus noches hondas y su luz de plata.
Para el matrimonio es inevitable, al partir, la nostalgia. Pero nostalgia es una palabra vacía de sentido para Victoria y Anita. Victoria tiene diez y siete años; Anita, quince. ¿Qué pueden saber ellas todavía de la melancolía del adiós? ¿Cómo pueden comprender que partir es morir un poco? Para las dos muchachas, marchar es vivir una emoción nueva, una emoción hecha de impaciencia y de alegría.
El recuerdo no es en ellas agridulce todavía. Desfilan por su pensamiento, como en una sucesión de cromos risueños, los días de aquella vida de que se desprendían ahora: el convento de las Esclavas, las veladas de la Alameda, las clases en la Academia de Declamación, aquellas calles—de la Peña, de la Grama, del Correo Viejo — en que su infancia había vivido y había nacido su juventud.
Pero todo ello, bajo un ritmo ronco de tren, bajo una luz mortecina en su vagón del correo de Málaga a Madrid, no es triste, sino amable. Mientras el tren avanza, a los labios de las dos chiquillas pugna muchas veces por salir un temblor de copla. Madrid ya, tras las horas inacabables. Para el padre, Madrid es una interrogación. Para Victoria y para Anita, Madrid es una promesa.
El mundo y Madrid hace treinta años
Ese Madrid a que llega, desde Málaga, la familia Delgado es el de La gatita blanca, el de la Fornarina, el de Bombita. Son los días de la conferencia de Algeciras y del idilio regio en la Villa Mouriscot. Muere el maestro Caballero, el de Gigantes v cabezudos. Muere Pereda, el de Peñas arriba. Y muere Romero Robledo, el malagueño que dio a la política un estilo. Luz dramática de catástrofe se enciende sobre el mundo: el Vesubio ruge, una vez más, y un terremoto destruye San Francisco de California. Hay latidos revolucionarios en Rusia, y en París, un día, un teniente del quinto regimiento de Línea, uniformado, sube a la tribuna en una reunión de obreros y dice que él no dará a sus soldados la orden de tirar contra sus hermanos los trabajadores.
Los crímenes y los sucesos tienen entonces en Madrid una fuerte emoción popular. En la imaginación callejera está vivo el recuerdo de Cecilia Aznar. Un hombre, en la calle del Carmen, mata un día a su hija, a su nieta, y después se suicida. La bárbara tragedia es la actualidad apasionante de muchos días y no se habla de otra cosa en cafés, saloncillos y Redacciones. Un sacerdote, en Murcia, mata de un tiro a un jesuita. Se ve en Guadalajara la causa por el asesinato de un ermitaño. Un muchacho aristócrata, calavera y rebelde, se suicida en el Correccional de Santa Rita, a los pocos minutos de llegar. Y en un pueblo de Castellón, un chiquillo de once años hiere, por celos, a una niña de esa misma edad.
El género ínfimo
Junto al aguafuerte del suceso popular, apasionadamente comentado, la fina acuarela del Madrid que trasnocha y se divierte. Son los días del triunfo de Amalia Molina, suprema encarnación del género ínfimo, que después había de llamarse de variedades.
La primera tentativa de género ínfimo se había realizado unos doce años antes, en el Teatro de Barbieri, donde funcionó una Compañía compuesta de números de Circo, parejas de baile y una artista alemana llamada Augusta Berges. Este primer intento consiguió un gran éxito, y determinó que pronto se formasen otras Compañías del mismo género y que saliesen numerosas artistas.
Funcionan ahora, en escenarios de este tipo, el Teatro Novedades, el Teatro Romea, el Central Kursaal, la Zarzuela. En la calle de Alcalá ha habido el Salón Japonés, el Salón Rouge y el Salón Bleu. Y las artistas son Amalia Molina, Chelito, Pastora Imperio, Pepita Sevilla, Julia Esmeralda, Candelaria Medina. Pilar Olivares, Pilar Monterde. La Guadita.
«Fornarina», que es ya rubia
… Y la Fornarina. La Fornarina, que está de moda en Madrid y ha triunfado ya en escenarios del extranjero. Es menuda, graciosa y vivaz. Tiene un rostro todo expresión, y la sonrisa, entre ingenua y picara, de sus labios, parece cantarle también en los ojos alegres e inquietos.
Ha trabajado en Rusia, en Alemania, en Portugal. Manos extrajeras se juntaron en el aplauso a la españolita. Había debutado hace algún tiempo, como artista de género Ínfimo, en el Salón Japonés. Entonces la Fornarina era morena. El pelo, negro; la piel, morena clara. Sobre el tablado su papel era pasivo; apenas salía más que por bonita.
La muchacha era un caso magnifico de transformación. Había llegado a convertirse en una artista indudable. Se hizo, se formó a sí misma. Y consiguió tener el pelo rubio, muy rubio. Estudió gestos y modos de ingenua. Se los asimiló perfectamente para cantar cuplés. Y se puso de moda. Había un abismo entre aquella muchachita bonita, morena y torpe, que apenas sabía moverse sobre el escenario del Japonés, y esta que ahora triunfa, rubia, desenvuelta y artista, sobre los tablados de Europa.
Los días que pasan y la suerte que no llega
Tampoco las cosas van bien en Madrid. La situación económica no se despeja. Los negocios que Ángel Delgado intenta han de ser abandonados enseguida. Van mermando alarmantemente aquellos miles de reales que pudo sacar por el traspaso del Café de la Castaña. Muchas veces, cuando, al cabo del día, vuelve a su casa, en el rostro del hombre hay una expresión de fatiga. Proyectos qua no cuajan, gestiones que se malogran, idas y venidas... Y al final de ello, un gran cansancio y una gran desesperanza. El padre sube con abatimiento los escalones de su alto piso en la calle madrileña del Arco de Santa María. La mirada de la esposa es una pregunta y una ansiedad que necesitan salir a los labios. Y la respuesta es siempre la misma, sombría y fatigada:
—Nada. Otro día perdido.
En la casa hay silencios hoscos, gestos preocupados. Victoria y Anita contemplan con ojos apenados aquel cuadro de su hogar. Madrid no ha sido para ellos la promesa que les cantaba en el corazón al salir de Málaga. ¿Qué podían hacer ellas para que esa situación no siguiese adelante, para que las cosas no se agravaran? Ante los grandes ojos negros de las dos muchachas, la vida tiene un gesto hostil, y ellas han de contemplar resignadamente ese diario regreso del padre al hogar, pintado en los ojos el desaliento, y en la boca, una vez más, el gesto de la desesperanza.
—Nada. Otro día perdido.
«En el teatro también se puede ser buena»
Victoria y Anita Delgado apenas salen en Madrid. Cuando lo hacen, su madre va con ellas. Tienen amistades escasas. Entre éstas, figuran una señora portuguesa y su hija, vecinas de cuarto. La señora portuguesa está haciendo que su hija aprenda a bailar. Y en este sentido habla un día a doña Candelaria refiriéndose a Victoria y Anita. —Podrían bailar y podrían así ayudarles a ustedes Llévelas usted a una Academia. Me parece que aprenderían fácilmente. Son las dos muy bonitas, y mientras a ustedes se les arreglan las cosas, el trabajo de ellas podría ser una ayuda.
La madre se niega. Todos los prejuicios de la vida del teatro pesan sobre ella. Nunca se atrevería a proponérselo al padre. Pero la situación sigue sin resolverse, y las palabras de aquella amiga portuguesa vuelven a sonar como la posibilidad de un remedio.
—Ya sé que usted me dirá que la vida del teatro es muy mala y que el padre se opondría siempre. Pero mire usted: en el teatro hay como en todo: bueno y malo. Se habla mucho; pero a tontas y a locas. ¿Por qué en la vida de teatro no ha de haber muchachas buenas, también? Crea usted que la que quiere perderse se pierde en el teatro y fuera del teatro. Victoria y Anita son muy guapas, aprenderían enseguida y podrían ayudarles a ustedes mientras llegan, por lo menos, días mejores...
La madre, que se negaba primero, asiente ya a estas palabras, por la fuerza inexorable de la realidad. Ella lo comprende también: se puede ser buena estando en el teatro. Pero su padre...
No las dejaría. No me atrevo ni a hablarle.
Los hechos, más fuertes que todo, mandan. Y un día la mujer habla al padre.
—Verás. Me lo ha dicho esta señora portuguesa amiga nuestra... Y yo creo que tiene razón y que no está mal.
Se opone el padre rotundamente...
Anita y Victoria Delgado van a bailar
Las cosas no se arreglan, sin embargo. Todos los días, al volver a casa, el mismo gesto de desaliento en el rostro de! hombre. Todos los proyectos se desbaratan. No encuentra el dinero que busca. Cada llamada a una puerta equivale a una negativa o a un silencio.
Sentado, los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos, ¿cuántas horas pasan así para Ángel Delgado, abatido, esclavo de su obsesión? No sabe ya qué hacer. Las puertas se le cierran, y su horizonte es cada día más angosto. Las palabras de la esposa ya no encuentran en él aquella obstinada oposición de antes.
—Las niñas podrían trabajar. Por lo menos, hasta que nuestra situación se aclarase.
Calla el padre. La realidad es más fuerte que todo. Las cosas van de mal en peor, sin esperanza de mejoría. Ángel Delgado no encuentra razones para oponerse. Su silencio es ya una concesión. Victoria y Anita van a bailar en Madrid. Un día, sonrientes los rostros y el paso ligero, se dirigen, con la madre, a una academia particular de baile. Día neto y claro de primavera madrileña. Las mujeres se quitan sus mantones alfombrados. Suena en una esquina el organillo del Niño, y desde un balcón florecido lanza unas monedas la Reina Clavel. Hay piropos al paso de Victoria y Anita Delgado. Los golfos vocean los periódicos del día.
—¡La Corres con el crimen de ayer!
JOSÉ MONTERO ALONSO